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DESARROLLO DE LA EXPERIENCIA RELIGIOSA
INTRODUCCIÓN
Este capítulo es una síntesis de una obra anterior de uno de nosotros (Maffei, 1981).
Precisamente por tratarse de un síntesis y por lo tanto de un texto que puede no resultar
suficientemente claro, nos sentimos más obligados a tener muy presentes las sabias palabras de
advertencia de Malinovski, citadas por Stephens Spinks (1965):
"La religión es un tema de estudio difícil y refractario(...) No es fácil
disecar con la fría navaja de la lógica lo que sólo puede aceptarse mediante una
completa entrega del corazón. Parece imposible comprender con la razón algo que rodea de
amor y sabiduría suprema a toda la humanidad".
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Revestidos del temor reverencial sugerido por Malinovski, y con plena conciencia de que una
delimitación más precisa del fenómeno religioso corresponde al filósofo,
y más específicamente al teólogo, procuraremos integrar operativamente los
conceptos de las diversas definiciones que se reunieran en la obra antes citada (Maffei, 1981). En
este texto hablaremos de "religión" para referirnos a un fenómeno a la vez
personal y colectivo, que en un primer nivel de observación se muestra como una
relación vivida, capaz de implicar a todo el hombre, que en un segundo nivel se manifiesta
como una actividad social seria y como un sistema de creencias y prácticas capaces de
integrar a los creyentes en una comunidad moral, y que por último, en ambos niveles, expresa
la intencionalidad de conciliar al hombre con el poder o los poderes superiores que dirigen o
controlan la naturaleza y la vida humana. |
La palabra "religión", como lo ha señalado Aragó Mitjans (1965) en un
documentado estudio, es etimológicamente ambigua. San Agustín prefirió derivar el
vocablo del latín "religare", con el sentido de atar o hacer dependiente. Este es
también el criterio de Jung (1972), en cambio Cicerón optó por buscar el origen del
término en el verbo "relegere", es decir, el cuidado y la atención que se ponen
en observar todo aquello que se refiere a las cosas divinas. En la primera acepción se sugiere
una actitud interior, y en la segunda, una serie de conductas externas. Como veremos, lo externo y lo
interno no corresponden a dos interpretaciones contrapuestas del fenómeno estudiado, sino a sus
dos dimensiones.
RELIGIÓN Y RELIGIOSIDAD
No es la recién anotada la única fuente de ambigüedad en el tema. La religión
es, a la vez, un fenómeno personal y colectivo. Para que esta segunda condición no
interfiera en nuestra exposición recurriremos al uso diferencial de las palabras
"religión" y "religiosidad", tal como lo propone Burgadsmeier, citado por
Aragó Mitjans (1965). Para aquél "hay una diferencia entre religión y
religiosidad. Una significa realidad religiosa objetiva; otra, la forma subjetiva de su
apropiación. La religión es universal, la religiosidad, individual" y por lo
tanto "diversa según la manera de ser de cada hombre o de cada pueblo".
La Psicología encuentra su campo de investigación en el segundo de aquellos aspectos, al
que podríamos definir sintéticamente diciendo que es la forma de vivenciar y manifestar
conductualmente la relación del hombre con Dios. El tema evoca inmediatamente la
formulación de Rodríguez Amenábar (1988): "la visión que
proporciona la psicología es así tan valiosa como parcial, en cuanto referida a
determinados aspectos, sin agotar el estudio de la totalidad del hecho religioso. Esa totalidad no la
puede proporcionar exhaustivamente ninguna ciencia particular".
Tanto Jung, como -en época más reciente- Vergote y Aragó Mitjans han considerado a
la religiosidad como una "actitud", concepto definido por el último de los autores
mencionados, con palabras de Kresch. Las actitudes, son, para éste, "organizaciones
durables de procesos motivacionales, emotivos, perceptivos y cognitivos, que se refieren a un aspecto
del mundo del individuo, que por lo tanto quedan a mitad de camino entre los procesos interiores y la
acción" (Aragó Mitjans, 1965). Esta definición puede complementarse con
las ideas de Vergote (1969) para quien el concepto se estructura sobre tres dimensiones fundamentales:
el tiempo vivido, el compromiso con las realidades terrestres, y las relaciones entre persona y
sociedad: "La actitud es una manera de ser frente a alguien o frente a algo, es decir, una
disposición favorable o desfavorable que se expresa mediante un comportamiento".
También aporta luz sobre la comprensión psicológica de la religiosidad otro
concepto fundamental, el de "experiencia religiosa". Si experiencia es una adquisición
lograda mediante el ejercicio de facultades del sujeto, y así mismo "el modo de conocer
por la aprehensión intuitiva y afectiva de las significaciones y de los valores percibidos a
partir de un mundo preñado de signos y de llamadas cualitativamente diferenciadas"
(Vergote, 1969), la experiencia religiosa es eso, más algunas características que conviene
destacar:
ante todo, el hecho de producir una impresión de tal intensidad que perdura y es
fácilmente discriminable de las restantes,
b) ser básicamente personal,
c) disminuir la conciencia de si, y
d) provocar una imperiosa necesidad de comunicársela a los demás.
Vergote (ibid) se ha preocupado por profundizar en la naturaleza psíquica de la experiencia
religiosa, interpretada
1) como un resto de la mentalidad primitiva de participación,
2) como un sentimiento de vínculo firme con la idea de Dios (Girgesohn),
3) como una forma de ver científica y existencialmente la unidad restaurada hombre-mundo
(Teilhard),
4) como manifestación de una especial disposición señalada por la sensibilidad de
la naturaleza y la facilitación de las asociaciones simbólicas (Vergote), o
5) como una percepción intuitiva de los signos de Dios.
FILOGENIA DE LA RELIGIOSIDAD
En un trabajo que nos servirá como uno de los principales apoyos para el desarrollo de este
apartado, ha dicho Stephens Spinks (1965), que "la vida nunca es un asunto puramente
práctico; si así fuera, el hombre que vivió en los niveles de existencia
más primitivos y peligrosos nunca hubiera pensado que valía la pena soplar a
través de una caña hueca, en un intento de producir sonidos musicales" . De
manera que las interpretaciones de un fin utilitario en el desarrollo de la religiosidad no pueden
excluir otras razones seguramente tanto o más decisivas.
No es fácil reconstruir la experiencia religiosa del hombre primitivo, por eso preferimos hacer
una referencia a la mentalidad arcaica, dentro de la cual se dio dicha experiencia. Jung (1972) sostiene
que tal mentalidad funciona con una importante influencia de lo que define como una exagerada
sensorialización de las huellas mnémicas, en sujetos en los que se iba dando un progresivo
predominio de las imágenes visuales. Estas características parecen haber condicionado el
surgimiento de interpretaciones de la realidad que, a su vez, pueden explicar ciertas creencias
primarias. Cuando el hombre primitivo pensaba en un pariente muerto, lo veía. De manera que
cuando suponía que el pensamiento atraía a los muertos, o que bastaba con pronunciar sus
nombres para que se hicieran presentes, no estaba delirando alucinatoriamente, ni mintiendo, ni mucho
menos intentando una explicación intelectual del mundo, sino sencillamente describiendo la
realidad, tal cual se le presentaba a su equipo sensorial.
Por su parte Stephens Spinks (1965) sostiene que aquellos venerables antepasados presentaban
"dificultades para distinguir claramente entre objetos animados e inanimados, con el resultado
de que muchos de sus conceptos parecen haber sido vagos y fluctuantes", como la modalidad
de pensamiento infantil correspondiente al período de preparación de las operaciones
concretas.
Las descripciones que más se han difundido, y que podemos considerar complementarias de lo
recién transcripto, son las de Durkheim y Lévy-Bruhl. Según estos
antropólogos la forma de pensamiento del hombre primitivo era prelógica -es decir, una
mentalidad que acepta conscientemente las contradicciones-, y mística -consciente de su
sometimiento a poderes no percibidos sensorialmente-. Se trata de una actividad psíquica en la
que juegan un papel importante las representaciones colectivas, tan detenidamente estudiadas por Jung, y
que no tienen el significado de representaciones exclusivamente intelectuales, ya que dependen
más de la participación emocional y psicomotriz (danza y ritualización).
Si bien no es posible determinar si ha habido una línea genética definida uniendo las
diversas expresiones religiosas, o si en ciertos casos algunas de estas expresiones fueron
contemporáneas, no caben dudas sobre su existencia en distintos momentos del pasado, y por lo
tanto resulta esencial su conocimiento para una adecuada comprensión de la ontogenia.
1.- Religiones tribales totémicas :
Basadas en la identificación de un objeto con la "vida" de un grupo, generalmente
constituído por sujetos con vínculos de parentesco. El objeto totémico posee un
elevado potencial de estimulación emocional, que se manifiesta en un "tabú"
protector.
Se han construido las más diversas teorías en cuanto a su origen: como intento de
explicación de la gestación-parición (Spencer y Gillen), como concretización
del "mana" del nombre tribal (Andrew), etc. En otro orden de cosas se supuso que
constituían el origen de todas las otras expresiones religiosas (Robertson Smith), que estaban
vinculadas paternalmente a ciertos dioses tribales (Spinks), y que por esta vía podían ser
consideradas como generadoras de algunas formas de politeísmo.
2.- Mana:
En 1891 e1 obispo N. R. Codrigton, citado extensamente por el varias veces mencionado Spinks (1965),
describió el "mana" como una "fuerza enteramente distinta al poder
físico, que actúa de muchas maneras, para bien y para mal, y cuya posesión o
control ofrece muchas ventajas" . Se supone que "es en cierto modo sobrenatural,
pero se manifiesta como fuerza física", "no está fijado a cosa alguna y puede
ser portado por cualquier cosa". En los pueblos estudiados por el obispo-antropólogo
se creía que "los espíritus, sean los liberados de los cuerpos o los seres
sobrenaturales, lo tienen y pueden comunicarlo" . Por fin, "aunque pueda actuar por
intermedio del agua, de una piedra o de un hueso, esencialmente corresponde originarlo a los seres
personales".
Es muy posible que se trate de una elaboración consecuente al animismo, en aquel hombre
primitivo que mostraba dificultades para distinguir las fuerzas que lo rodeaban de las que vivenciaba en
sí mismo. Jung (1960) sostenía que no sería sino una forma especial de percibir la
libido. Nos parece oportuno recordar que dicho autor usaba este último vocablo como
sinónimo de energía psíquica, la cual a su vez era entendida como "la
intensidad del proceso psíquico, su valor psicológico" .
3.- La magia:
En el siglo pasado se pensó que la magia tenía su origen en la percepción de la
energía física, mientras la creencia en los espíritus había nacido de la
percepción de la energía psíquica. De esta suposición básica se ha
inferido, sin mayor fundamento, que la magia es el primer germen de religión, cuando lo
más probable es que ella misma haya sido precedida de otras experiencias, por lo menos de las
implicadas en el descubrimiento del alma.
Aún reconociendo que resulta sumamente difícil su confirmación científica,
no deja de ser tentadora la hipótesis de Marett de que "el hombre primitivo, enfrentado
a situaciones extraordinarias o que lo sobresaltaban, expresaba sus reacciones emocionales mediante
vivos gestos físicos. Estos tendían a repetirse cada vez que recurrían las tales
situaciones, hasta transformarse -por un proceso de repetición y asociación- en una
especie de técnica formal mediante la cual buscaba conjurar algún peligro o satisfacer
alguna necesidad urgente" (Spinks, 1965). No obstante la seducción intelectual que
indudablemente ejercen estas ideas de Marett, es obvio que la teoría resulta incompleta ya que no
nos aclara ni el cómo ni el por qué de la persistencia de determinadas formas de magia.
Buen complemento sería la concepción de Jung sobre la sensorialización de las
huellas mnémicas a la que ya nos referimos, y que podría aclarar más aún el
tema de los orígenes de la magia. También nos prestaría una invalorable ayuda la
hipótesis junguiana que expresa la naturaleza y dinámica de los arquetipos, que en el caso
particular que nos ocupa, resulta aplicable a la persistencia del pensamiento mágico y a su
circunstancial y curiosa reactivación.
4.- El animismo:
El impacto de la muerte, su comparación con el dormir, la progresiva diferenciación entre
sueños y realidad vigil, junto a la generalización del concepto de alma, parecen haber
dado nacimiento a la creencia de que todos los objetos del entorno poseen un alma individual.
También es posible explicar este fenómeno como una manifestación de un desarrollo
cognitivo incompleto.
5.- Culto de la naturaleza:
Las dificultades para la abstracción que ante todo se revelan por la carencia de un
número suficiente de nombres genéricos, condujeron al hombre primitivo a un cierto caos de
sus divinidades. Un primer intento clasificatorio de las mismas puede haber sido el que expone Spinks
(1965), citando la propuesta de Muller: a)- cosas que pueden ser asidas con las manos (fetiches), b)-
cosas que pueden ser asidas parcialmente, pero que son demasía do grandes (dioses naturales), y
c)- cosas que no pueden ser asidas en absoluto, como el cielo, el sol, la luna, las estrellas.
6.- Monoteísmo original:
Se ha ido afirmando cada vez más la idea sobre la existencia de un monoteísmo primario.
Para entender esta postulación de la paleoantropologia imaginemos la situación del hombre
primitivo que acaba de descubrir su alma a través de la comparación de su propio dormir
con el de los demás miembros de su pequeño grupo; de esa manera le fue posible concebir a
los otros en tanto tales; pero a la vez comparó el dormir y el morir descubriendo la posibilidad
de su propia muerte; así llegó a reconocer su finitud. Este proceso puede haber
desembocado en la necesidad de la existencia de algo ilimitado, algo que en un principio no debe haber
sido aún el todo Otro, ni siquiera el Absoluto -ideas demasiado abstractas para aquel nivel de la
evolución mental- pero que sí puede haber sido lo Desconocido, seguramente vivificado
enseguida por el pensamiento animista, hasta adquirir características personales.
7.- El mito:
Spinks (1965) recuerda la definición de Frazer de 1930, según la cual "los mitos
so n documentos del pensamiento humano embrionario" o, desde otro punto de vista,
la "filosofía del hombre primitivo". A1 respecto pensamos que es
difícil adscribir una intencionalidad intelectual, y menos todavía filosófica, a
aquellos venerables antepasados, y más difícil aún calificar con el marbete de
"primitivismo" a pensamientos tan ricamente elaborados como los contenidos, por ejemplo, en
las mitologías egipcia y mesopotámica.
Hooke ("The Laberint", 1955) ha sostenido que el mito transcribe una "verdad
más amplia y más profunda que la estrecha verdad de la historia" . Dicha
verdad es su contenido y significado emocional, muchas veces inconsciente y proyectado en el mundo, con
lo que éste se puebla de duendes, también condicionados por la ambigua diferencia entre
percepciones y huellas mnémicas sensorializadas.
Por último será prudente reflexionar sobre las palabras de Spinks (1965), en el sentido
de que "la mitología no es una serie de cuentos de hadas (...), es el medio creado
psicológicamente para dar objetividad terrenal a la realidad trascendental (empleando estas
palabras en un sentido teológico".
8.- La participación mística:
Término propuesto por Levy-Bruhl, y que Jung (1972) define como "un peculiar modo de
vinculación psíquica al objeto. Consiste en que el sujeto no acierta a diferenciarse
distintamente del objeto, vinculándose a él en virtud de una relación directa que
podríamos llamar identidad parcial. Esta entidad se basa en una unidad a priori de objeto y
sujeto" . Como se comprenderá, las consecuencias serán muy diferentes si esta
fusión se da con objetos materiales, seres vivos, y, sobre todo con personas próximas.
Como consecuencia de lo antedicho podemos concluir que el hombre primitivo debe haber vivido sumergido
en un cosmos hierofánico, con una borrosa intuición de lo Otro, en tensión por
proyectarse trascendiendo su limitación temporal, estructurando una religiosidad natural, que
para Vergote (1969) está atravesada por dos tensiones dialécticas: "la de la
experiencia y la racionalización, y la del teísmo y la participación
cosmovitalista".
De todo lo descubierto y lo especulado por los distintos autores, y a través de una
posición ingenuamente evolucionista, algunos han caído en la tentación de
interpretar la diversidad de experiencias religiosas arcaicas como una secuencia vinculada
genéticamente, buscando el origen primario de todas ellas. A pesar de estar prevenidos contra
esta tendencia no es fácil desentenderse de la fascinación intelectual ejercida sobre
quien reflexione sobre estos temas, por dos fenómenos muy especiales, a los que corresponde
atribuirles mayor antigüedad y función genética sobre los demás: nos referimos
a la mentalidad de participación y el monoteísmo original.
El sentimiento de participación en lo divino, manifiesto en los ritos y en los mitos más
antiguos, parece haber sido sustituido progresivamente por explicaciones racionales que fueron alejando
aquellos mitos de la experiencia religiosa propiamente dicha, creándose así un nuevo
subcapítulo en la religiosidad: el de una incipiente cosmovisión.
El uso del vocablo "participación" para designar un fenómeno psíquico
ubicado en las antípodas de la razón lógica, se debe, como dijimos, a
Lévy-Bruhl. Este autor, según nos transmite Vergote (1969), creía que esa
participación era un componente fundamental de un estado pre-religioso y pre-mágico,
indiferenciado, consistente en aquello que permite la constitución de "una comunidad
mística de esencia entre los seres" , por lo tanto no basada ni acompañada de
conceptos. Sin embargo no debemos confundirnos suponiendo que el autor citado está intentando
establecer una línea genética, ya que para él, más allá de que el
hombre primitivo estuviera confundido en el grupo primario de pertenencia -el grupo tribal- o de que ya
hubiera emergido a través del esforzado proceso de individuación, la religiosidad
"es un hecho originario, una experiencia y una intuición simbólica
inmediatas" (ibid). Así se entiende que no haya sobresalto al pasar del tema de la
participación al del monoteísmo original. Todo hace pensar que este último fue una
ingenua concepción, y una actitud infantil hacia un Padre y Señor, identificable
aún en los grupos humanos de economía y cultura más elementales.
Participación y monoteísmo podrían considerarse como un presunto "cero"
filogenético, que a lo largo de la historia de cada cultura particular se habría ido
diferenciando en un teísmo elaborado y entramado con las más diferentes formas religiosas,
provenientes o no de una degradación de la experiencia original. Vergote (ibid) sintetiza los
primeros pasos de esta historia a partir de los pueblos de pastores y agricultores. Los primeros
estuvieron orientados hacia mitos cosmogónicos en los que una simbología específica
los llevó a mensurar primariamente la trascendencia de Dios, volviéndolo más
poderoso y lejano. Los pueblos agrícolas "por el contrario, se vuelven hacia la tierra y
las potencias de la fecundidad, y han cultivado el mito y los ritos mistéricos, celebrando la
fuerza vital o requiriendo participar en su presencia, inmanente a todo lo que vive, mediante actos y
palabras" (ibid). El Dios resultante no es lejano pero puede estar ausente y pasivo, hasta
el extremo de que en ciertos pueblos llegó a desaparecer toda forma de culto, a excepción
de las situaciones de serio riesgo, en las que se reactivaba la imagen originaria de Dios.
Cada vez más se acepta que el comienzo de la vivencia religiosa pudo haber sido una experiencia
indiferenciada, signada por la relación del hombre con un Dios intuido y sin clara
definición. Desde dicha experiencia se fueron elaborando las diversas formas que hemos mencionado
y que bien pueden haber coexistido en un mismo pueblo y época, o hasta haber coincidido con un
monoteísmo más o menos elaborado.
No dejan de impresionarnos las abismales diferencias entre aquella religiosidad y la nuestra, aunque
mucho más impactante resulta la comprobación de la existencia de una cierta continuidad
entre ambas: hay un largo camino desde un Dios amo del mundo, hasta la participación del hombre,
a través de los signos de lo sagrado por él interpretados. De esa manera el homo sapiens
creó mitos y sacralizó hechos naturales como por ejemplo el sexo. De todas maneras es
evidente que resulta mucho más largo y arduo el camino que va desde esta situación
fantasmagórica hasta una espiritualización que le permitió al hombre
"reconquistar la idea de Dios sobre la sacralidad cósmica. El monoteísmo es un
redescubrimiento consciente y deliberado" (Vergote, ibid).
A partir de la trascendencia de Dios, las religiones judeo-cristianas desacralizaron el cosmos, dando
lugar a un campo mental en el que fue posible el nacimiento de la ciencia, ciencia que radicalizó
el proceso, con lo cual el mundo ya no se ofreció al hombre como "objeto de
contemplación religiosa" sino como una tarea a realizar.
ONTOGENIA DE LA RELIGIOSIDAD
La religiosidad va tomando forma lentamente en el niño, asimilándose cada vez más
a la de los adultos de su misma etapa histórica y de idéntico nivel cultural. El
condicionante psíquico más evidente en este proceso es el desarrollo del Yo, que implica
el descubrimiento del mundo como "lo otro", la adquisición y perfeccionamiento del
lenguaje, el dominio motor del medio, los constantes progresos en el pensamiento operativo, la
diversificación y mejor control de emociones y sentimientos, pero, sobre todo, el progresivo
logro tanto de la libertad -que emerge dificultosamente de las limitaciones motrices primarias-, como
del amor, que a favor de la corriente transhumana de la evolución, puede superar la envidia, la
destructividad, los procesos del complejo de Edipo, el egocentrismo y hasta los restos de narcisismo.
El desarrollo que analizamos está profundamente marcado por la vida familiar, la que a su vez va
vertebrando su propia evolución afectiva alrededor de diversos acontecimientos religiosos. Por
eso resulta tan trasnochado cierto prejuicio racionalista que propone no educar religiosamente al
niño a fin de permitirle una mayor libertad en una etapa posterior de su crecimiento. Podemos
responder con un pensamiento del tantas veces citado Vergote (1969): "la libertad humana,
cuando se trata de ponerla en práctica en un mundo de valores culturales, sólo puede
conquistarse si las posibilidades humanas que le es preciso asumir, han sido desarrolladas por una
educación cultural correspondiente. E1 libre compromiso religioso debe apoyarse en una
experiencia adquirida de los valores religiosos mismos". Dicho en otros términos, en
la medida en que la libertad humana es coextensiva con las demás características de
nuestra modalidad de organización reflexiva de la materia, como por ejemplo la de constituirse en
un medio cultural, resultan superponibles las dos afirmaciones siguientes: adquirimos libertad
sólo por ser hombres, y somos tales sólo en determinada cultura. Vale decir que a la
inversa de las ideas recién cuestionadas, no educar -en cualquier sentido- significa siempre
interferir en el logro definitivo de la libertad.
El punto cero ontogenético de la religiosidad ha sido llevado por Aragó Mitjans (1965) a
la estructura de la díada madre-hijo, afirmación plausible en tanto dicho vinculo
constituye la primera experiencia vital humanizante que permite comprender el progresivo descubrimiento
del amor de y hacia Dios, y que a la vez resulta la primera y fundamental interacción
estructurante del amor. Esta experiencia primaria se complementa desarrollándose, con y en la
unión empática que el niño mantiene con el grupo familiar. Es en tal campo donde se
desarrollan, tanto la posibilidad imitativa de actos, gestos y palabras de índole religiosa, como
la correspondiente disposición a internalizar dichas imitaciones.
Hasta los seis o siete años el niño sigue volcado hacia sus padres durante las
manifestaciones colectivas del culto. A lo sumo puede orientarse hacia los niños próximos.
En ambos casos presta poca atención a la celebración en sí misma. Pero poco a poco
va percibiendo las actitudes de los demás adultos y empieza a interesarse en ellas en la medida
en que logra flexibilizar la dependencia con respecto a sus progenitores. En el límite de este
período se produce el inicio de la escolaridad, la que juega el mismo papel socializador que
juegan, en los pueblos y culturas que podrían ser calificadas de más primitivas, los
aprendizajes vivenciales colectivos entre pares. La escolaridad primaria, al plantearle al
pequeño el establecimiento de un sistema de autoridad extrafamiliar, y una rica red de
interacciones con los pares que culmina con la adquisición de un buen ajuste a un modelo de
estructuración de actividades en grupos organizados -los grados-, permite una mejor
comprensión de la realidad, y por lo tanto una más completa integración en la
comunidad cultural. Este último hecho repercute sobre la totalidad de la experiencia religiosa.
Vale decir que la religiosidad ha comenzado a socializarse, proceso que resulta mucho más notorio
en los grupos minoritarios.
Lo dicho hasta aquí se refiere al crecimiento de la dimensión externa de la experiencia
religiosa, pero paralelamente se comprueba un indudable desarrollo interior, porque como dice
Aragó Mitjans (1965), "la asimilación al grupo lleva consigo una
profundización en la conciencia de sí".
Poco después de iniciada la escolaridad, entre los ocho y los doce años, la religiosidad
implica la necesidad de manifestarse en obras, y por fin la de institucionalizar las actividades
respectivas.
A esta altura tal vez nos convenga describir por separado las diversas líneas evolutivas que es
posible hallar en el estudio del desarrollo de !a experiencia religiosa.
Intereses y conocimientos religiosos
Durante los primeros tres años de vida el interés del niño por lo religioso no se
distingue de los otros intereses que lo vinculan fundamentalmente con las figuras parentales. Entre los
tres y los seis se van manifestando algunas inquietudes especificas, difíciles de estudiar ya
que, por lo menos en el comienzo de la etapa, el pequeño no distingue con precisión lo
interno de lo externo. Lo que sí puede afirmarse es que la fe depositada en los padres empieza a
transferirse a Dios.
Spinks (1965) supone que entre los tres y los siete años, la mayor influencia sobre estos
intereses es la de los procesos imaginativos, los que, proyectados al medio, permiten su progresivo
control. Al respecto uno de nosotros ha sostenido una hipótesis diferente (Maffei, 1981): a esta
altura del desarrollo, el incompleto y analógico conocimiento del mundo permite un explicable
error en quien observa al niño con una mentalidad adultomórfica. Error que consiste en
suponer una proyección de sentimientos religiosos cuando el fenómeno no consiste sino en
una especial disposición natural para percibir la realidad en la que Dios actúa
misteriosamente.
De todas maneras es bastante fácil confirmar la existencia de intereses en el campo de lo
religioso, con sólo observar la frecuencia de juegos específicamente religiosos, con
contenidos litúrgicos (jugar a la misa) o bíblicos.
Aragó Mitjans (1965) dice que "el mundo religioso del niño, en esta
época, es un mundo real, pero no de ideas y conceptos generales delimitados, sino de
símbolos más o menos inmediatos, ordenados alógicamente, sincréticamente;
un mundo que él entiende a su modo, del único modo que le es posible. Un mundo no
sistematizado, con posibles contradicciones; especialmente un mundo no consistente, sino
esporádico y que, a pesar de su verismo, actúa sólo a rachas y a ratos".
Entre los cuatro y los seis años se dan los notables cambios en la esfera cognitiva que ya hemos
estudiado y que se constituyen en la causa de una cierta inestabilidad de la experiencia religiosa, tal
como se adivina en las palabras de Aragó recién transcriptas. A1 respecto es posible
comprobar una alternancia de periodos de mayor y de menor intensidad de las manifestaciones
correspondientes. Alternancia que aparece exagerada por el precario control emocional que amplifica su
rango real.
En el marco de esta inestabilidad se destacan las consecuencias de la búsqueda de la causalidad
de todo lo conocido, y la resistencia a la aceptación pasiva del Dios de los adultos, sobre todo
el de los padres, que ahora ya puede ser comparado con otros modelos extrafamiliares. En el mismo orden
de ideas digamos que el desarrollo intelectual ya le permite al niño de seis a ocho años
discernir entre lo que se le cuenta y lo que él experimenta directamente: el resultado
será un discreto escepticismo, como señala Gesell (1963). Aunque este carácter ha
sido puesto en duda por otros autores, así Argyle (1966) afirma que en esta etapa en los dos
años que le siguen "los niños comienzan a aprender y a aceptar sin preguntas las
ideas religiosas de su grupo social" , coincidiendo con Vergote (1969), para quien al menos
los nueve años están señalados por la ausencia de todo escepticismo. El ya
mencionado progreso cognitivo de los seis y siete años lo llevan a nuestro pequeño
"pensador" a preguntarse el cómo y el porqué de todas las cosas que no entiende,
mientras sus posibilidades de identificación acercan el interés hacia los relatos de la
vida del Niño Jesús. Más allá de la observación directa de
niños, que puede ayudar a dilucidar las contradicciones que se esbozaban recién, no
estará de más recordar que el mismísimo Gesell (ibid) ha descripto durante el
período que nos ocupa una mayor facilidad para la oración espontánea. La
explicación de tanta aparente contradicción reside en que nos estamos refiriendo a una
etapa de construcción de los instrumentos cognitivos, y por lo tanto los observadores
afirmarán cosas distintas según el aspecto de esta variable realidad psíquica que
estén estudiando, o según el momento en que se encuentren los sujetos observados.
A medida que nos aproximamos a la pubertad los intereses religiosos del niño se van fusionando
con los morales, hasta casi formar una fenomenología única. Además, en el
período comprendido entre los ocho y los doce años, el jovencito se siente progresivamente
atraído por lo institucional y lo estético: así queda preparado el terreno para
tareas apostólicas y la participación en la liturgia.
La oración
Constituye una de las conductas religiosas más accesibles a la investigación
psicológica. Aragó Mitjans (1965) considera que cuando el niño aprende el nombre de
Dios, lo pronuncia con un respeto que él considera como un precursor evolutivo de la
oración. Hasta los tres años la oración es inducida fundamentalmente por la madre,
pero desde entonces el pequeño, que descubre que esta experiencia no consiste en un
diálogo con su progenitora, sino que ambos están dirigiéndose a Otro, comienza a
ensayar una oración espontánea.
En un primer momento la oración es exclusivamente una petición, pero ya a los cuatro y a
los cinco años aparecen los primeros rezos de acción de gracias. Desde entonces,
además, los niños pueden aprender plegarias más extensas, mientras comienzan a
ensayar algunas variaciones sobre el texto original, rezan más espontánea y
conscientemente, y lo hacen con una actitud más respetuosa, hecho evidenciado por el abandono
progresivo del lenguaje de ingenua confianza con la Divinidad que hasta allí caracterizaba esta
actividad.
A los siete años muchos niños ya han asumido la responsabilidad de sus oraciones
personales, pero dos años más tarde sucede una crisis de la oración que se
extenderá casi hasta la pubertad. La plegaria verbal se vuelve difícil ya que ha aprendido
a criticar las fórmulas enseñadas, y no cuenta todavía con la capacidad de
abstracción necesaria para crear las propias. Sin embargo una cuidadosa educación
podrá resolver la cuestión, pues el pequeño ya está en condiciones de darle
sentido de oración a la lectura meditada de las Sagradas Escrituras si la traducción es la
adecuada para la edad.
Sentimiento de lo sagrado
Para Gesell (1963) este sentimiento es algo inexistente a los dos años, sin embargo Aragó
Mitjans (1965) cita una experiencia de Bindl en la que este autor les "narraba a los
pequeños una historia apropiada del Antiguo Testamento y luego los invitaba a dibujar".
Según Bindl "la forma del trazo, su tonalidad, su consistencia, patentizaban una
interna captación emocional de lo oído". Siempre siguiendo al investigador
citado, descubrimos el sorprendente dato de que tales resultados "se apreciaban especialmente a
partir de los dos años y medio, pero ya en algunos casos se daban hacia el año y nueve
meses" . Si bien es cierto que no podríamos calificar esta experiencia emocional como
sentimiento de lo sagrado, no resultará tan chocante ponerla entre los precursores evolutivos de
la misma.
Vergote (1965) cree que a los tres años ya puede hablarse de un "cierto temor ante las
maravillas", si bien reconociendo que la actitud religiosa del niño
estará -por mucho tiempo- centrada por la confianza y que el respeto religioso se logrará
mucho más lentamente.
Spinks (1965) comparó las primeras etapas de este sentimiento con lo sucedido en el hombre
primitivo. Más allá de la simpatía que pueda provocar en nosotros una
búsqueda de paralelos entre filo y ontogenia, en este particular debemos adelantar una seria
objeción: el descubrimiento de la propia vida como un misterio luego proyectado en el mundo
exterior, misterio por otra parte tan ligado al sentimiento religioso, es un hecho fácilmente
inferible en la mentalidad de los primeros homo sapiens sapiens, pero no en nuestros pequeños, ya
que lo que en ellos hemos denominado animismo, no es el resultado de una introspección -del todo
imposible-, sino consecuencia de estar totalmente abierto al exterior, sin capacidad para diferenciar lo
psíquico de lo físico.
Al acercarnos a los seis años se dan dos hechos convergentes para el desarrollo que estamos
estudiando: un mejor ordenamiento intelectual y un mayor control emocional. El primer resultado de ello
es que las conductas infantiles adquieren un tono de seriedad reflexiva que impresiona al observador
como vivencia de lo sagrado. Esta conclusión puede estar reforzada porque el pequeño, que
se ha ido habituando a las prácticas religiosas de su medio cultural, las comienza a cumplir con
verdadero aire de seriedad, más llamativo si lo comparamos con la confianza ingenua de la que ya
hablamos y que caracterizara la etapa inmediatamente anterior.
Podemos pensar que el desarrollo del tipo de sentimiento del epígrafe está pasando por
una etapa de aproximación a la vivencia comprobable en los adultos, cuando se constata lo
observado por Gesell (ibid) y descripto así en sus detalladas listas para el nivel de los seis
años: "le agrada un servicio ritualista breve".
Lo que en esta etapa queda del egocentrismo primitivo da cuenta de algunos rasgos de religiosidad
infantil que Vergote (1969) denominara "mágicos", por ejemplo "el
sentimiento de la justicia inmanente en el universo". Al respecto podemos decir que
esta característica forma evolutiva del pensamiento es universal, y que formará parte de
la religiosidad sólo en los casos de niños de familias creyentes.
Los rasgos mágicos recién aludidos encuentran un campo apto para su desarrollo en los
sacramentos, especialmente en la Eucaristía. Si bien desde una óptica adulta debe tenerse
en cuenta que la mentalidad mágica cree en la eficacia del rito por sí mismo, suponiendo
que por el mismo se capta la "energía" divina sin que sea necesaria la acción de
la voluntad de Dios -suposición que repugna a una concepción religiosa madura-, la cosa no
es tan grave en un niño de nueve a doce años. Por eso mismo es lícito considerar la
interpretación mágica de los sacramentos en esta edad, a la manera de Vergote (ibid) como
"una mentalidad prerreligiosa, en la cual pueden enraizar el simbolismo religioso y la
práctica sacramental. De manera que la mentalidad mágica aparece como un esquema
afectivo e imaginario, a favor del cual el niño puede asimilarse al culto religioso"
. Esta unión de lo religioso con lo mágico persiste hasta los trece a catorce
años en los sujetos sanos de nivel cultural adecuado, y durante toda la vida en casos en los que
no se cumplen estas dos condiciones.
El autor que venimos citando describe una observación particular bastante significativa en
cuanto al desarrollo de este aspecto de la experiencia religiosa. Se trata de los comentarios obtenidos
en un grupo de niños de más de siete años de edad al ser interrogados sobre la luz
roja del sagrario, y con respecto a la señal de la cruz con agua bendita realizada al ingresar en
el templo:
Edad
------------
7 años
|
Luz roja del sagrario
-------------------------------------------------
Desea conocer el significado
|
Señal de la cruz con agua bendita
-------------------------------------------
Desea conocer las reglas formales de la acción
|
8-9 años
|
La luz llama la atención sobre la presencia de Jesús; preocupa la
obligatoriedad de la presencia de la luz
|
Quiere demostrar la pertenencia al bando de Dios
|
10-11 años varón
|
Si no se cumple, se comete pecado
|
Es necesario purificarse de los pecados.
|
10-11 años mujer
|
Ambos forman parte de una serie de simbolismos de la presencia difusa de Dios.
|
10-12 años
|
En esta edad, las respuestas demuestran que ya se ha adquirido la
significación institucional de los objetos y ritos
|
Simultáneamente, entre los ocho y los doce años ha aumentado la capacidad de
discernimiento estético, con lo que, sobre todo al final del período, se encuentra un
mayor gusto por la acción litúrgica. Sin embargo el "racionalismo" de la edad
-también creciente- comienza a exigir explicaciones más claras sobre los misterios.
Imagen y concepto de Dios
Welte (1966) describe así la aventura del pensamiento humano para lograr una concepción
adulta de Dios : "¿A dónde llega el pensamiento del hombre cuando apunta
más allá de todo ente para (...) hallar finalmente lo que puede iluminar y determinar en
su fundamento el ser del ente y puede, al mismo tiempo lograr la coincidencia de éste con su
más íntimo fundamento?". El autor se responde que en tales circunstancias
dicho pensamiento "penetra en un espacio en el que no puede encontrar asidero alguno (...). Es
como si cayese en un pozo sin fondo. Se puede caer cada vez más hondo. La existencia llega
así al infinito y se hunde en él (...) En ese momento llega el hombre a lo impensable en
cuanto inexpresable (...) En ese sentido llega el pensamiento a lo más alejado y remoto para
él. Pero lo más alejado y remoto parece (...) al mismo tiempo lo más
íntimo y originario y, en ese sentido, lo más próximo (...). Aquí
detenemos el curso de nuestro pensamiento. Ante nuestra mirada va apareciendo algo así como un
primer perfil de una realidad que, por ser infinita, carece de perfiles (...) algo así como un
primer esbozo de lo que en el lenguaje de la religión llamamos Dios". Ante este
cuadro de abstracción la pretensión de que tal construcción es exclusivamente una
idealización transformada de las imágenes parentales, revela su pobreza a pesar de que no
nos quepan dudas en cuanto a que aquellas figuras juegan un papel mediador de primera magnitud. Las
imágenes aquí aludidas actúan como verdaderas "gestalten"
afectivo-cognitivas, enriquecidas a través del tiempo, con todos los aportes del medio cultural,
mientras van perdiendo los rasgos suprahumanos que en un primer momento se le pudieran haber atribuido.
El padre y la madre constituyen, en la mente infantil, fenómenos psíquicos complejos,
integrados, como mínimo, por una realidad físico-afectivo-cultural a la que Vergote (1969)
denominó "imagen-recuerdo", y por las correspondientes idealizaciones,
llamadas por este mismo autor, "imagen-símbolo". E1 esquema resultante tiende
a "expresar una realidad mucho más profunda y fundamental, esto es, una ley del ser
humano y del mundo todo, tal vez incluso, un Padre absoluto en el que la paternidad humana encuentra
su fundamento".
La participación de las vicisitudes del proceso edípico en esta construcción puede
inferirse de una observación de Godin y Hallez citada por Vergote (ibid), según la cual
las características de la imagen paterna predominan en el caso de las niñas, y la materna
en el de los varones. Con todo debemos recordar que en ocasiones el punto final es una imagen de Dios en
la que ya no se encuentran rasgos de los padres reales, y ni siquiera de los idealizados, o presenta una
combinación integrada de ambos.
En los primeros tres años de vida se hace difícil hablar de imagen de Dios. Sobre el
final de este período Aragó Mitjans (1965) descubre un Dios "representado al modo
humano, pero ya como distinto, como limite, superación al menos interpretativa". E1
autor aquí citado también ha visto que entre los tres y los cuatro años ya es
posible "la referencia explícita a Dios, como algo muy otro, algo particularmente
poderoso, grande y bueno". Vergote (ibid) afirma que desde los tres años ya se puede
hablar de respeto y temor ante la idea de Dios. Spinks (1965) se remonta hasta esta edad para detectar
tal idea de Dios.
Con respecto a la representación concreta de la imagen de Dios Harms, el recordado autor de
"Psicología del Niño Anormal", estudió miles de dibujos infantiles de
entre tres y seis años y concluyó, como cita Argyle (1966), que se daba una notable
uniformidad de imagen que él describía como un personaje de cuento de hadas con ropas
flotantes. Luego veremos cómo en la experiencia de uno de nosotros (Maffei, 1981), ello no
resultó tan generalizado. Por su parte Aragó Mitjans (ibid) cree que en el segundo trienio
se caracteriza a Dios como un ser presente pero invisible que "nos mira", más cerca de
los valores que de las cosas.
E1 egocentrismo de la etapa preescolar pone a Dios en el lugar de un personaje bueno que vela por el
niño. El primer signo de descentración es el descubrimiento de que Dios cuida de todos, si
bien este "todos" sólo incluye al principio a los conocidos más próximos.
A los cinco años el pequeño ya puede comenzar a diferenciar a Dios y a sus padres, a
través de la posibilidad de compartir con ellos algunas formas de culto. Con todo, el realismo lo
lleva a concebir un Dios muy humano, que vive en una casa, que usa una cama, mira televisión,
prefiere determinadas comidas, etc.
Al año siguiente Gesell (1965) ha encontrado una idea de Dios "como creador del
mundo, de los animales, de las cosas hermosas" , en esta idea la divinidad se opone
dramáticamente -según la observación de otros autores- a demonios y fuerzas malas.
Desde los seis años, y a favor del perfeccionamiento de la expresión gráfica, es
lícito hablar de una imagen antropomórfica de Dios, sometida desde allí en adelante
a un progresivo proceso de "espiritualización": entre los seis y los ocho años
Aragó Mitjans (ibid) se encuentra con un Dios grande y poderoso, pero por sobre todo "el
santo por excelencia", con atributos como "sabiduría, fuerza, justicia".
Señalamos que en la recién citada experiencia de uno de nosotros (Maffei, ibid) no
aparecieron tales atributos, salvo el segundo de ellos.
Ni Aragó Mitjans ni Vergote creen en un antropomorfismo estricto, sobre todo cuando examinan la
experiencia religiosa entre los ocho y los doce años, y señalan el uso cada vez más
frecuente de la figura de Nuestro Señor Jesucristo para representar a Dios. En la prepubertad
parece haber una percepción diferente de la imagen de Dios según el sexo del sujeto
encuestado. Poco a poco se va configurando Dios como un juez exigente que prohibe ciertas conductas para
el varón, mientras la mujer concibe más bien un Dios de amor.
En 1966 uno de nosotros realizó una investigación en una escuela pública de la
actual Ciudad Autónoma de Buenos Aires, que recién se publicara en 1981 (Maffei, ibid), y
que hoy se ha retomado bajo la coordinación de la Dra. Norma Dinardi de Expósito en la
Cátedra de Psicología Evolutiva de la Facultad de Medicina de la Universidad del Salvador.
En aquella oportunidad se encuestaron 102 niños de entre 7 y 12 años, de los cuales 167
eran de sexo femenino. La consigna consistió en pedir que se dibujara una persona en la mitad
superior de una hoja y a Dios en la mitad inferior, mientras en el reverso se solicitaba que en tres
renglones se respondiera a las preguntas "¿quién es Dios?" y
"¿cómo es Dios'". Los datos más sugestivos fueron los siguientes:
1) la representación antropomórfica alcanzó sólo al 10,1% de las respuestas
totales sin que se notara ninguna tendencia evolutiva constante a través de las edades, aunque
con una cierta disminución a los 11 años, y un inexplicable incremento a los 12;
2) los símbolos simples predominaron significativamente antes de los 9 años y los
más complejos y personales luego de los 10;
3) el tamaño de la figura humana superó a la de Dios hasta los 8 años, y el de la
imagen de Dios lo hizo sobre la otra a partir de entonces;
4) las negativas a realizar la tarea no tuvieron explicación hasta los 9 años, pero a
partir de los 10 surgieron estas razones: "no puedo imaginarlo" (9 casos), "tengo miedo
de hacerlo mal" (4 casos), "por que es espíritu" (2 casos), "porque no
puedo" (1 caso), "porque no creo" (3 casos);
5) las definiciones de "quién" y "cómo" es Dios fueron clasificadas
operativamente en tres categorías:
a) definiciones a partir de cualidades o naturaleza de la divinidad, que convencionalmente denominamos
"cualitativas";
b) definiciones a partir de acciones propias de la divinidad, las que también convencionalmente
recibieron el calificativo de "dinámicas"; y
c) aquellas otras que se fundaron en las vivencias del encuestado, o en la relación del mismo
con Dios, a las que les asignamos el nombre de "egocéntricas".
Los rasgos que fueron elegidos en forma exclusiva fueron las cualidades de Dios, los demás se
dieron siempre en forma integrada de dos a tres de las categorías aludidas. Los resultados
obtenidos en cada una de ellas fueron:
Definiciones cualitativas:
Rasgos
|
Edad en años
|
Bueno
Poderoso
Padre
Hombre
Invisible
Grande
Generoso
Inteligente
Justo
Espíritu
|
7
|
8
|
9
|
10
|
11
|
total
|
35
8
22
4
7
5
5
1
1
1
|
22
9
9
11
8
6
0
0
0
3
|
20
6
6
8
2
2
2
4
2
1
|
22
22
7
8
3
4
6
7
4
1
|
17
12
10
0
1
0
3
1
5
3
|
116
57
54
31
21
17
16
13
12
9
|
Vale la pena destacar el neto predominio y la homogeneidad consiguiente de los rasgos
"bueno", "poderoso" y "padre", la muy discreta declinación del
primero a lo largo de las edades, y el entrecruzamiento de frecuencias de los otros dos, el brusco
aumento de "poderoso" en la pre-pubertad, el incremento de la preocupación moral en
esta misma etapa, la disminución de las características antropomórficas, y la
notable incidencia del valor intelectual sobre el final de la infancia.
Definiciones dinámicas:
Rasgos
|
Edad en años
|
Creador
Ayuda-protege
Vigila
Perdona
Castiga
|
7
|
8
|
9
|
10
|
11
|
total
|
7
4
0
0
0
|
12
2
0
1
0
|
11
4
3
3
0
|
9
2
9
3
6
|
14
3
3
2
3
|
53
15
15
9
9
|
En este particular resultan evidentes dos hechos: el claro predominio de la acción creadora, y
la aparición de rasgos superyoicos desde los 9 años en adelante.
c) Definiciones egocéntricas:
Rasgos
|
Edad en años
|
"Es nuestro Padre"
"Nos creó"
"Nos ayuda"
|
7
|
8
|
9
|
10
|
11
|
Total
|
12
2
4
|
4
5
3
|
7
5
1
|
6
4
1
|
8
1
1
|
35
17
10
|
Tal vez lo más significativo en este aspecto sea la rápida declinación de todas
las definiciones egocéntricas, al extremo de poder afirmarse que no se trata tanto de una forma
de definición, sino de un matiz de las demás, el que, a su vez, corresponde a la inmadurez
relativa de la etapa.
No deja de sorprender que la invisibilidad, tan mencionada en la bibliografía no haya aparecido
en mayor proporción, y que la definición de Dios como fuente de Amor no haya pasado de ser
excepcional, a pesar de las nuevas tendencias de la catequesis.
GÉNESIS DE LA RELIGIOSIDAD EN EL NIÑO
A manera de epílogo podríamos plantearnos la pregunta implícita en el
epígrafe, a la que la psicología está en condiciones de responder con muy pocas
hipótesis, más allá de lo adelantado en el presente capítulo. Comentaremos
brevemente sólo dos series de factores.
1) La relación con los padres:
a) las gratificaciones aportadas por éstos durante las primeras etapas del desarrollo,
constituyen el material básico para la construcción de la futura experiencia religiosa;
b) la idealización de sus respectivas imágenes brinda un modelo adecuado para poder
percibir luego la de Dios;
c) el proceso de progresiva desidealización de las figuras parentales incrementa la necesidad de
la de Dios;
d) la experiencia religiosa de los padres ofrece un modelo de identificación.
2) La disposición natural de la especie:
Aragó Mitjans (1965) la plantea siguiendo el pensamiento de von Uexküll para quien
"el intercambio entre sujeto y mundo no es un resultado casual (...) sino que esta regulado
para cada ser vivo (...) por las leyes vitales especificas que le abren determinadas posibilidades
sobre los objetos (...) y que corresponden a determinadas capacidades de su estructura". De
manera que hay suficiente justificación para suponer que la vida de cada sujeto cuenta con una
orientación originada en su propia naturaleza.
El hombre y el animal buscan, pero el hombre sabe lo que busca, mientras el animal no puede escapar del
circulo de señales del medio que disparan la actividad propia de la especie. Aragó Mitjans
(ibid) cree, con razón, que el homo sapiens sapiens rompe la rigidez de este circuito de
estimulo-respuesta internándose en el novedoso campo del sentido de las cosas y de los valores,
campo que, por otra parte, ya no puede eludir. De forma tal que el hombre se ve proyectado, por su misma
naturaleza, "sobre el ámbito del ser, con todas sus ilimitadas
dimensiones" (ibid), y así condiciona su percepción, sus tendencias, su
afectividad, en vistas de la autorrealización, si bien ésta no se logra ni siquiera en la
mayor profundidad del análisis ontológico. Por esta vía tiene lugar el surgimiento
de una necesidad que fundamenta la existencia de lo que venimos denominando "disposición
natural", y que santo Tomás de Aquino presentara al definir al hombre como un ser capaz de
Dios.
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