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* DESARROLLO DEL JUICIO Y DE LA CONDUCTA MORAL
Tal como lo hiciera en una obra anterior, referida a la infancia (Maffei, 1992), deseo comenzar este
apartado intentando una delimitación del campo a explorar, y hacerlo, como en aquella
ocasión, a partir de un memorable artículo de Walgrave (1965) en el cual el teólogo
holandés definía la moral como "la norma -o conjunto de normas- a tenor de la
cual la existencia en libertad cree deber conducirse". Esta libertad, precondición
necesaria de la moral, "no es algo dado, sino algo que hay que conquistar" (ibid) a
lo largo de las etapas de la vida. A partir de la concepción de una libertad evolutiva y de
entender que la norma moral reside en el pensamiento, o para decirlo con mayor precisión, que
dicha norma es un pensamiento -naturalmente sometido al proceso evolutivo-, puede aceptarse la
existencia de una evolución filo y ontogenética de la moral. De esta reflexión
antropológica me interesa destacar dos notas definitorias de la moral: ante todo la anotada
historicidad, y en segundo término, su doble condición de juicio y de conducta-vivencia.
Hemos de reconocer que es relativamente fácil investigar lo que el adolescente dice sobre la
moral -razón por la cual le dedicaremos prácticamente todo el espacio disponible en este
apartado-, sin embargo resulta evidente que no es menos cierto que el centro de nuestro interés,
tanto humanístico como psicológico debería dirigirse también hacia el otro
aspecto -el más elusivo- del tema: aquello que el joven hace, y aquello que siente al hacerlo
así como las razones que tiene para tales conductas y vivencias. Las dificultades que implica
esta modalidad de investigación nos impedirán transitar el camino deseable, a pesar de su
incalculable importancia antropológica.
Uno de los campos más ricos de la actividad intelectual del adolescente es el derivado de
la construcción y mantenimiento de su juicio moral: puede afirmarse que la correlación
desarrollo cognitivo/desarrollo del juicio moral es de las más estrechas que hallamos en el
campo de la Psicología Evolutiva. No obstante convendrá dejar sentado que dicho juicio
no depende exclusivamente de la actividad cognitiva. Teniendo en cuenta estas consideraciones
trabajaremos la primera parte de nuestro tema. |
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Dinardi, Reboiras, Araujo y Gomez (1990) han sintetizado las dos líneas evolutivas (cognitiva y
moral) siguiendo respetuosamente el pensamiento de Piaget. Este pensamiento resulta una de las
vías más operativas para estudiar tan particular área del desarrollo. En este
apartado nos vamos a ceñir casi exclusivamente a la citada obra de los autores argentinos, como
homenaje a su seriedad metodológica y a su alcance teórico. Será útil de
entrada transcribir el cuadro que se incluye en su trabajo, destinado a demostrar el paralelismo entre
ambas líneas evolutivas:
En este importante trabajo, que para nuestro interés presenta la ventaja adicional de haber sido
realizado en nuestro medio, los autores descartan ante todo el status omnipotente que Kohlberg
atribuía al desarrollo cognitivo en relación con la evolución del juicio moral, e
inmediatamente -a pesar de calificar a dicho pensador como "más piagetiano que
Piaget" por su "cognitivismo a ultranza" - se apoyan en algunos de sus
aportes, complementados con los de Rest, para concluir que, no obstante la gran importancia que se le
debe atribuir a la "evolución intelectual en la construcción del juicio
moral" es cada vez más evidente que los factores que cooperan en tal proceso son
variados y relativamente numerosos. En última instancia, sostienen, un "desarrollo
global más o menos armónico" es aquel en el cual "diferentes
vertientes del sujeto se van apoyando unas en otras, se coordinan y permiten una evolución
multidimensional" (ibid) . Por eso creen que "la emergencia de
determinados comportamientos", entre los que incluyen los del área moral,
"se hace posible por el entrecruzamiento de líneas madurativas".
Muchas de las aparentes incoherencias que se descubren en el desarrollo del juicio moral cuando en su
construcción sólo se toma en cuenta el factor cognitivo, corresponderían a la
incidencia de otros factores como los culturales, emocionales, etc.
Antes de seguir parece conveniente volver sobre el sentido que le estamos atribuyendo al juicio moral.
A tal fin recurrimos nuevamente al trabajo de Finardi et al. (ibid), en el que se lo define como
"la capacidad que todo sujeto tiene para establecer proposiciones ético-valorativas
acerca de los hechos de la realidad que tienen que ver con las conductas propias o de sus
semejantes". Fundamentando este criterio, y a la vez ampliándolo, dicen los mismos
autores: "podría afirmarse que en todo sujeto hay una estructura normativa que es mediadora
en la relación con la realidad. Sin embargo dicha estructura normativa o juicio moral no
siempre puede llevarse a un nivel de conceptualización; muchas veces subyace de manera
inconscientemente asumida, y las posibilidades de explicitarla conceptualmente suponen un esfuerzo
intelectual". Por último brindan una aclaración que resulta imprescindible
para manejarnos en un tema tan resbaladizo como éste, un tema que anda los caminos
antropológicos, equidistantes de la psicología y la filosofía, y que afecta la
naturaleza humana en su misma esencia. Me refiero a aquella parte del texto en la que expresan que no
existe necesariamente una "coherencia entre conducta personal y juicio moral", y que
"el juicio moral aparece como condición necesaria pero no suficiente para una
evolución de la acción moral".
Ya en el nudo del interés especifico de este ensayo, Finardi, Reboiras, Araujo y Gomez (ibid)
reconocen que durante la adolescencia se distinguen tres etapas en el desarrollo del juicio moral, que
son presentadas sintéticamente de la siguiente manera:
1.- "Concepciones morales idealistas: desde el punto de vista inte lectual el sujeto accede al
pensamiento formal. De la justicia igualitaria se comienza a ingresar a una justicia equitativa. Es la
etapa del idealismo, a veces poco realista. Afectivamente se produce un aumento pulsional importante.
Socialmente se hipertrofia el valor del grupo de pares. El sujeto construye su propio marco
normativo, repensado desde un idealismo exagerado".
2.- "Conciencia moral autónoma integrada al consenso social: la justicia de la equidad
alcanza su máxima expresión: se incorpora la consideración de los atenuantes en
el acto de juzgar. Conciencia moral realista, producto de la síntesis de criterios universales
y situaciones singulares. Adquiere importancia el consenso social: lo que la comunidad acepta como
valores válidos es marco reconocido. La reciprocidad es una guía que regula la
interacción con los otros".
3.- "Principios abstractos, universales, autoelegidos: Los principios son universales. El individuo
aspira a ser un sujeto ético, adscribiéndose a los dictados de sus propios principios
autónomamente construidos. Abstracta enunciación de los mismos con posibilidades de
descenso a concretas situaciones juzgadas. Si los dictados de la ley, se oponen a los dictados de la
conciencia, iluminada por dichos principios, se optará por la conciencia" (ibid).
En otro nivel de análisis puede decirse que el juicio moral de los jóvenes ha estado
sometido, durante estas últimas décadas, a cambios importantes. A fin de ilustrar esta
afirmación resultará realmente significativo comparar los criterios en boga hoy, o los que
hallamos en la bibliografía de años recientes, con lo sostenido por Hollingworth a
mediados de la década de los cincuenta, quien refiriéndose a obras anteriores informaba:
"Anderson y Dvorak demuestran que los adolescentes de hoy (1928), alumnos de los colegios
universitarios, son propicios a aceptar de mejor grado las normas morales basadas en la prudencia y la
estética, que las fundamentadas en el bien y el mal o en la autoridad religiosa; mientras que
sus abuelos se acogen a éstas en la resolución de las cuestiones de conducta que se les
ha presentado en un cuestionario. Los padres ocupan un lugar intermedio entre los unos y los otros en
esta elección de normas".
Hubo un largo período en el que los jóvenes, en la búsqueda de sí mismos,
se erigían diversos ideales y modelos. Aunque hay señales de que tal actitud, salvo
excepciones, está siendo dejada de lado en las últimas generaciones, vale la pena recordar
cómo hasta hace relativamente poco tiempo eran constituidas en ídolos todas aquellas
figuras que, bajo una apariencia de rebeldía, surgían y se mantenían en el mundo de
los adultos. Cabe sospechar que a través de tales hallazgos los jóvenes caían en la
trampa de una cultura que se aprovechaba de su inmensa necesidad de ser aceptados. Posiblemente
ésta haya sido la explicación del notable consumo de biografías y novelas en la
primera mitad del siglo XX, de cine desde la década de los cuarenta, y de televisión desde
los cincuenta, así como la sucesiva o simultánea ascensión de actores,
músicos y deportistas, que fueron cubriendo las paredes de los dormitorios de las distintas
generaciones de adolescentes.
En el mismo sentido hemos de evocar la contundente definición de Blos (1981) para quien
"la función social de la adolescencia es abrazar una ideología, impregnarla de la
singularidad de una vida individual particular, y transformarla en manifestaciones sociales y
caracterológicas del hombre moral". Lo cierto es que tal definición era mucho
más aplicable en las décadas de los sesenta y setenta, en las cuales, más
allá de excesos siempre cuestionables, y a veces trágicos, las figuras idealizadas eran
las auténtica o fantasiosamente revolucionarias como el Che Guevara o Eva Perón. Hoy,
cuando la resurrección de dichas figuras se concreta a través de versiones "light", y los
ídolos son infractores más psicopáticos y menos comprometidos socialmente
(Monzón, Maradona, Tinelli, etc.) cuesta mucho sostener aquellos conceptos sobre la
función de una adolescencia, que salvo alentadoras excepciones, se muestra apresada por la
publicidad y el consumismo característicos de la cultura de mercado.
Horrocks (1957) nos hizo comprender, por medio de sus cuidadosas observaciones, que la experiencia de
un mundo en rápida expansión y la percepción de nuevas necesidades básicas,
hacen que el adolescente se enfrente casi de continúo con "nuevos intereses y
valores" , así como con "nuevos conceptos del yo". Sobre
todo lo mas novedoso parece radicar en un cambio de los criterios que rigen la relación del joven
con los demás: vínculos progresivamente difíciles -o mejor dicho, complejos-, tanto
los dirigidos a los adultos como aquellos que tienen por destinatarios a sus pares.
Desde una óptica psicoanalítica se nos recuerda el papel preponderante que
desempeñan en esta etapa de la vida el narcisismo -al cual ya nos hemos referido- y las diversas
identificaciones posibles. Así mismo se impone el tema del ideal del yo, desde que el adolescente
muestra singularmente una imperiosa necesidad de hallar una imagen satisfactoria de sí mismo.
Siguiendo los cuestionamientos que se plantea Blos (1981), podemos preguntarnos si el desarrollo del
juicio moral en la adolescencia implica realmente la emergencia de nuevas estructuras, como las
señaladas por Piaget en el desarrollo cognitivo, o si como prefieren otros autores, se trata tan
sólo de un reordenamiento de estructuras preexistentes. Blos se inclina por la primera
posibilidad, y compara esta etapa con la entrada en la latencia: en ambos casos la erección de
las nuevas estructuras parecería responder a la superación de conflictos
específicos. "Para ilustrar la hipótesis de que en la adolescencia aparecen
cambios estructurales" , este autor se detiene en el estudio de las vicisitudes del ideal
del yo durante la etapa. Sintéticamente concibe dicho ideal -en las postrimerías de la
adolescencia- como "el heredero del complejo de Edipo negativo". La
ontogenia del ideal del yo se
remonta a la primera infancia: para Blos sus raíces más profundas "se hunden en
el narcisismo primario" (ibid).
Queda todavía otra posible forma de ver estos fenómenos. Las raíces infantiles del
superyó, y especialmente las del ideal del yo, pueden considerarse como verdaderos precursores
evolutivos de estas instancias, generados a partir de las respuestas a la acción del mundo
externo. Debido a su origen poseen una natural tendencia a reexteriorizarse, en tanto se van
relacionando con las diversas modalidades pulsionales y con la aptitudes yoicas surgidas a lo largo del
proceso evolutivo.
Una de las tareas fundamentales que la teoría psicoanalítica atribuye a la adolescencia
consiste en la "desinstintivación del vinculo objetal narcisista, es decir, homosexual,
lo cual conduce a la formación del yo adulto. En este proceso, todas las tendencias hacia el
ideal del yo acumuladas a lo largo del tiempo, desde el narcisismo primario hasta la omnipotencia
simbiótica, y luego, desde las identificaciones narcisistas hasta la etapa del amor objetal
heterosexual, se integran en el ideal del yo permanente, que se fusiona durante la etapa final de la
adolescencia" (Blos, ibid). Desde entonces el ideal del yo adquiere las
características que presentará en adelante.
El yo y el ideal del yo terminan por asumir funciones que eran exclusivas del superyó
-término tomado aquí en un sentido restrictivo-. Estos cambios constituyen otra de las
explicaciones posibles para la clásica rebeldía de esta edad. Laufer, quien para Marcelli
y Braconnier (1986) "adopta una posición mucho menos desarrollista",
cree que "el ideal del yo aparecería en el declive del conflicto edípico, al
mismo tiempo que el superyó". El autor mencionado en primer término afirma
que dicha instancia del psiquismo está orientada a lograr el restablecimiento del equilibrio
narcisista. "La característica de la adolescencia es cuestionar las gratificaciones y
los recursos narcisistas de la infancia, en particular todos aquellos que provienen de los padres y,o
de las imágenes parentales. Para reencontrar el equilibrio narcisista temporalmente perdido en
la adolescencia, el ideal del yo tendrá tres tareas: ayudar a modificar las relaciones internas
con los objetos primarios, controlar la regresión del yo y favorecer la adaptación
social" (ibid).
Esto último se logrará a través de la identificación con las expectativas
que el mundo pone en el adolescente, sobre todo las provenientes del grupo de pares. Precisamente por
atenerse a modelos no familiares se logra un cierto equilibrio, derivado, ante todo, de la posibilidad
de eliminar los ideales edípicos.
Rodriguez Amenábar (1986) hace recaer el mayor peso de las prohibiciones superyoicas sobre la
reactivación libidinal, la que puede desarrollarse con muy distintas consecuencias según
interactúe con un medio cerradamente prohibitivo, o con uno exageradamente permisivo. "En el
primer caso se va creando un fantasma de culpa detrás de cada vivencia emotiva de la sexualidad
natural. En el segundo se desencadena y fomenta el sentimiento de descontrol". Por
cierto que esta segunda modalidad implica una falta de límites, y la consiguiente ansiedad, de la
que el joven se puede defender reforzando sus mecanismos represivos y,o sufriendo mayores sentimientos
de culpa.
Querría cerrar este apartado transcribiendo una de las conclusiones a las que llegan Finardi,
Reboiras, Araujo y Gomez (1990) porque coincide plenamente con la bibliografía más seria y
con mi experiencia clínica de más de cuarenta años de ejercicio profesional. Dicen
estos autores que "en la evolución del juicio moral no sólo la dimensión
intelectual, sino también la afectiva y la sociocultural, juegan un importante papel".
Lo que expresado de otra forma significa que el desarrollo del juicio moral y de las conductas y
vivencias morales del adolescente están condicionados por los cambios intrapsíquicos que
señalan la configuración definitiva del ideal del yo, por la experiencia que
realizó durante la infancia al lado de las figuras parentales, por la necesidad de independencia,
por la influencia creciente de los grupos de pares y por la inestabilidad emocional, entre tantos otros
factores. De manera que bien puede afirmarse que tanto las conductas como las vivencias
Morales son, básicamente, el resultado del funcionamiento y desarrollo armó nicos de toda
la personalidad.
Por fin conviene aclarar que dada la índole estrictamente psicológica de este ensayo he
excluido conscientemente cualquier alusión al papel -para mí indudable- que le cabe a la
gracia de Dios en toda esta secuencia de vicisitudes.
* LA EXPERIENCIA RELIGIOSA *
Hace años sostuve (Maffei, 1981) que la adolescencia puede considerarse como una etapa de crisis
en la fe. Efectivamente en dicho período suelen tambalear muchas de las certezas anteriores, de
forma tal que no es extraño comprobar que muchos niños creyentes sientan empalidecer su fe
e incluso la pierdan al llegar a esta edad, mientras algunos ateos e indiferentes muestren una tendencia
a la conversión. Vergote (1969) ha visto una disminución de la religiosidad recién
entre los dieciséis y los diecinueve años, mientras en los jóvenes algo menores
señaló la existencia de algunos rasgos de conducta religiosa que bastarían para
calificar de integrista a cualquier adulto. La encuesta del CEOP (1992) nos ha informado que el 85,0% de
los entrevistados afirmó su creencia en Dios, aunque sólo el 36,0% reconoció
practicar alguna religión. Creo de verdadero interés transcribir el análisis e
interpretación realizados por los responsables de evaluar los datos obtenidos en dicho estudio
: "De entre los que manifiestan creer en Dios se destacan los de trece y catorce años
(92,3% sobre una media del 85%, y los de nivel económico-social medio y bajo, sin distinciones
notorias entre hombres y mujeres. Consecuentemente los que se muestran escépticos son muchos de
los que pertenecen a la clase social más alta (23,1% sobre una media de
14,2%) ".
Complementando estas cifras, y siempre aprovechando la misma fuente, digamos que al interrogar a los
jóvenes que afirmaron creer en Dios y practicar alguna religión, curiosamente se
destacaron también "los de nivel económico-social alto (55,4% por sobre la media
del 30,0%)" . El resto de los encuestados, es decir quienes creen en Dios pero no practican
religión alguna "está compuesto en especial por aquellos que trabajan (75,2%),
los que no trabajan ni estudian (78,2%) y los de clase más baja (68, 1%) ".
Hollingworth (1955) vinculó estrechamente la experiencia religiosa de los adolescentes con su
respectivo desarrollo cognitivo, a la vez que intentaba alejarla del desarrollo sexual y negaba la
existencia de un supuesto instinto religioso presuntivamente surgido a esta edad. En apoyo de tales
convicciones, argumentaba que la religiosidad puede ser más evidente entonces "porque la
inteligencia se desarrolla durante este periodo hasta un punto en el que los conceptos abstractos
comienzan a ser importantes", yo agregaría que entonces tales conceptos pasan a ser
más comprensibles.
Rodriguez Amenábar (1986) advierte que si el intentar una explicación de la religiosidad,
exclusivamente desde el punto de vista psicológico es indudablemente un reduccionismo, el
quedarse -dentro de la interpretación psicologista- sólo con los factores inconscientes,
sin "acudir a otros niveles de la personalidad" constituye un infrareduccionismo,
menos tolerable que el anterior. Parafraseando su lúcida crítica convengamos que ya
situados en el marco de la búsqueda de explicaciones sólo inconscientes, puede llegarse a
una mucho mayor rigidez reduccionista. Sería esto lo que sucede cuando por ejemplo se toma en
cuenta el mecanismo de proyección, pero procediendo como si con él se terminaran todas las
posibilidades de comprensión de la
cuestión. Un paso más en el camino descendente del reduccionismo sería el de
quien, dentro del planteo de la proyección -innegable mecanismo partícipe de la
experiencia religiosa- se limitara a los contenidos preedípicos, ignorando todo lo aportado por
el proceso evolutivo en etapas ulteriores. Lo dicho hasta aquí no significa de ninguna manera que
todos estos factores deban ser excluidos del estudio del tema. En este apartado seguiremos una
línea de pensamiento paralela a la del recién citado Rodriguez Amenábar, quien
dedica toda la segunda parte de su obra al análisis de dichos factores.
Ante todo dejaremos en claro que, como sostenía Hollingworth (1955) y nosotros recién
sostuvimos, la religiosidad no deriva exclusivamente de las pulsiones sexuales, si bien habrá que
reconocer que con suma frecuencia ambas experiencias psicológicas interactúan y en ciertos
momentos hasta entran en conflicto, sobre todo si durante su formación previa los jóvenes
debieron enfrentarse con pautas moralizadoras demasiado rígidas u orientadas sólo por
criterios prohibitivos.
Ya a esta altura podemos adelantar una conclusión en el sentido de que en este particular -como
por otra parte sucede con todos los fenómenos psíquicos- es absolutamente inadecuado
recurrir a una explicación causal única. Rodriguez Amenábar (ibid) enuncia un
mínimo de cuatro factores intervinientes en la gestación de la experiencia religiosa:
a) proyección,
b) aportes del medio,
c) "intención, que proveniente de instancias conscientes-preconscien tes le
da a la conducta un sentido finalista", y
d) imágenes o fantasías.
Con respecto a dichas imágenes, dice Rodriguez Amenábar (ibid) : "el devenir de
la conducta es inseparable de las imágenes inconscientes contenidas en ella, a través de
las cuales el sujeto vive el significado psicológicamente último de sus comportamientos.
Siempre hay una imagen rectora. Lo cual no significa que la misma pueda ser interpretada como
una representación lineal, ni como la reproducción estática de un hecho del
pasado. Por el contrario, el mundo de las imágenes está dotado de una enorme riqueza
psíquica que corre pareja con el empuje que las mueve".
Retornando al ámbito de la interrelación entre experiencia religiosa y desarrollo
cognitivo, descubriremos en el adolescente una nueva zona de conflicto, condicionada por el ocasional
choque entre su necesidad de alguna explicación del mundo -que necesariamente le deberá
resultar lógica-, y algunas concepciones simplistas e irreales que tradicionalmente se han
mezclado con la enseñanza religiosa, por lo menos en ciertos grupos católicos. No
obstante, y de manera llamativamente contradictoria, es frecuente que la necesidad de intelectualizar
encuentre en la religiosidad el espacio adecuado para desarrollarse conjuntamente con el ascetismo, esos
dos mecanismos de defensa que, según vimos, son tan habituales en esta etapa evolutiva, durante
la cual se presentan generalmente asociados. Por eso no es raro que a la misma edad en que muchos
pierden la fe, algunos acusen un resurgimiento y hasta el ocasional nacimiento de experiencias
místicas.
Intimamente ligados a la religiosidad del adolescente se hallan dos complejos psíquicos que
analizamos en el apartado anterior: el juicio y las vivencias morales. Hay que recordar que, sobre todo
en el campo vivencial, el joven se ve conducido a una situación de creciente tensión entre
sus nuevos deseos y las viejas exigencias superyoicas. Si la educación y los modelos de
identificación fueron especialmente prohibitivos -como también quedó dicho-, la
experiencia religiosa resultará muy posiblemente conflictiva y desembocará, según
sea la instancia victoriosa, en una religiosidad neurótica o en la pérdida de la fe. En
cambio si los modelos de identificación se fundaron en el refuerzo de los ideales del yo, y la
educación se apoyó en intencionalidades y sentimientos evolutivos, la experiencia
religiosa puede resultar absolutamente no conflictiva, contribuyendo sólidamente a la
construcción definitiva de una personalidad sana, a pesar, o tal vez gracias al enfrentamiento
del deseo con el deber ser.
En última instancia el desarrollo armónico depende de la posibilidad de mantener
separados los sentimientos de culpa correspondientes a las pulsiones inconscientes, y la noción
consciente de pecado. Dicho en otras palabras, la clave de un crecimiento saludable reside en la
capacidad para diferenciar los sentimientos de culpa sanos de los neuróticos.
La posibilidad de generar tales sentimientos durante la adolescencia está incrementada por la
natural rebeldía frente a las normas provenientes del mundo de los adultos y por el aumento de la
intensidad de las pulsiones tanto sexuales como agresivas. Pero en forma relativamente compensatoria,
las culpas se verán atenuadas tanto por la tendencia a la actuación -con sus
características de indudable involuntariedad- como por el mecanismo de escisión del yo del
que ya hablamos.
De cualquier manera es bueno aclarar que con frecuencia resulta posible el desarrollo saludable de
aquellos sentimientos de culpa. Para sospechar que se trata de esta variedad, la culpa debe estar
necesariamente asociada al deseo de reparación. Rodriguez Amenábar (1986) ha definido esta
modalidad como aquel sentimiento que "por encima de los afectos desbordantes y de las variadas
motivaciones inconscientes, aparece como impregnado de una verdadera conciencia de esperanza
trascendente. No se trata de una esperanza casi fatalista -valga la paradoja-, sino basada en el
reconocimiento-certeza de un Ser Trascendente que está en connivencia conmigo (no con la falta
cometida), en cuya virtud la persona se siente respaldada por la eficacia de una reconciliación
amorosa". Tales sentimientos de culpa saludables se distinguen, además, por la menor
incidencia del descenso de la autoestima, y por la ausencia de las interminables cadenas de
autorreproches y de autocastigos, típicas de la que venimos llamando culpa neurótica.
Para que los sentimientos de culpa saludables puedan desarrollarse y ocupar el lugar privilegiado que
exige el crecimiento normal, la experiencia religiosa tiene que haberse asentado en una educación
previa que no la haya convertido en un anestésico de la sana y deseable emergencia de una
sexualidad vivida como posible y apetecida. Una formación que no contraponga naturaleza y
religión como sostiene muy acertadamente Rodriguez Amenábar (ibid).
Tanto la involuntariedad de ciertos actos, cuanto la culpa, son posibles causas de heridas narcisistas
que exigen la correspondiente reparación. Para el adolescente, necesitado de una figura
sustitutiva de las parentales perdidas, una adecuada relación con Dios puede ser reparadoramente
continente, siempre que a lo largo del desarrollo anterior haya podido integrar en sí mismo una
imagen no persecutoria de Aquel.
En síntesis, la etapa de la adolescencia, a pesar de constituir una importante estación
en el camino hacia una religiosidad adulta saludable, no reviste un valor definitorio de lo que
pasará luego. Vale decir que si bien es un período vital que debe ser muy tenido en cuenta
por los formadores (padres, educadores, agentes de pastoral), no puede ser considerada como un
condicionante ineludible del pronóstico, dado que se trata de un tiempo en el que lo predominante
es la inestabilidad y lo reactivo frente al medio y frente a la experiencia pasada. Dicho en otros
términos, ni la religiosidad ni el ateísmo de un adolescente indican con certeza la
orientación que tendrá el sujeto cuando llegue a la adultez, aunque el conocimiento de sus
vicisitudes pueda contribuir a que se infieran algunas de las características que podrá
ostentar luego.
De la misma manera que en el apartado sobre Juicio y Vivencia Moral, creo oportuno aclarar que debido a
la orientación de este ensayo, que no excede los márgenes estrechos de las ciencias
positivas, he dejado fuera del texto la fe en cuanto tal, así como la otra vez indudable -para
mí- participación de Dios en el proceso, intervención capaz de modificar
sustancialmente cualquiera de las variables que hemos analizado.
* LA BUSQUEDA DE IDENTIDAD *
Si imaginamos la convergencia de los distintos aspectos del desarrollo que hemos estudiado como una
figura geométrica, será necesario ubicar un eje principal capaz de darle coherencia a todo
el proceso adolescente. Tengo la convicción de que dicho eje es el que pasa por todas las
conductas y vivencias reveladoras de una permanente tensión en la marcha hacia el logro de la
identidad.
Ante todo pueden detectarse intentos en este sentido en ciertas inconductas, es decir, en ciertos
comportamientos que incomodan a los adultos.
Intentemos aclarar algo más este particular, para lo cual volveremos sobre un aspecto
ontológico de la adolescencia que ya quedó señalado en otra parte del texto. Si la
crisis de identidad pasa por una definición fundada en el no ser -ni niño, ni adulto-, y
concebimos que la de no ser es una vivencia demasiado próxima a la de la nada, convendremos en
que con toda lógica semejante vivencia se convierte en una importante causa de angustia
existencial. A partir de esta experiencia el joven se verá impelido, por su misma necesidad de
equilibrio, a exagerar algunos de sus rasgos. Y por esta vía intentará, coextensivamente,
lograr que se le pongan, desde el exterior, los límites que él no halla en sí
mismo. La carencia de límites, y la impotencia para autocontenerse, son nuevas cargas que
refuerzan la angustia. En la práctica este proceso se manifiesta como un joven que no se asea,
que no cumple con los horarios y otras normas hogareñas de convivencia (sueño, comidas
familiares), que oye música a un volumen poco saludable, que presenta una cabellera y adornos de
un estilo poco tolerable para los adultos, etc. Y todo ello en una caleidoscópica
sucesión, que hasta puede impresionar como simultaneidad de desafíos.
Un camino bastante más saludable y operativo que el anterior en función de lograr la tan
ansiada identidad, es el correspondiente al continuo ensayo de los diversos roles posibles, que el
adolescente realiza dentro del grupo de pares.
Tanto la búsqueda de identidad, como la restante fenomenología que hemos estudiado
(cambios físicos, emergencia de la genitalidad, reactivación edípica, duelos,
idealizaciones y desidealizaciones, etc.) pueden crear la falsa sensación de que el crecimeinto
está suspendido. Nada más falso, ya que por el contrario, se trata de uno de los
períodos de mayores y más acelerados cambios. Podemos definir -en realidad ya lo hemos
hecho en apartados anteriores- la adolescencia como una crisis evolutiva. Y sabemos que una crisis
evolutiva es un período de cambios extensos y rápidos que no quiebra las líneas
fundamentales del desarrollo, sino que cuando es analizada
cuidadosamente demuestra su continuidad tanto con lo precedente como con lo que sucederá
después.
Lo dicho en el párrafo anterior podría expresarse también de la siguiente manera:
la identidad en gestación no es ajena a la identidad infantil con la que el joven contó
hasta aquí. Ciertamente que esta manera de ver el proceso no implica que creamos estar en
presencia de una repetición de hechos psíquicos de las etapas anteriores, por el contrario
convendrá hablar de reelaboración de elementos preexistentes. Ya en otras publicaciones
(Maffei, 1989 y 1992) he caracterizado a la evolución como un proceso que podía ser
representado gráficamente por una espiral ascendente, que en cada vuelta parece pasar por el
mismo punto. Para que la analogía resulte más realista hemos de suponer que dicha espiral
no pasa simplemente por esos puntos aparentemente similares, sino que cada ciclo se apoya en las vueltas
anteriores para ascender a un nivel de integración superior. Aunque ya quedó aclarado
antes, no está de más reiterar que aquí uso el término superior como aparece
en el lenguaje del evolucionismo teilhardiano, es decir como un nivel de mayor complejidad estructural y
diferenciación funcional.
Digámoslo otra vez: en el adolescente la identidad está en crisis, pero de ninguna manera
abolida. Por ello el joven se reconoce en las fotos y anécdotas de su infancia, y disfruta al
hacerlo. ¿Significa que estoy optando por una de las dos líneas interpretativas en pugna:
la continuidad de la identidad infantil sostenida por Erikson, o la ruptura de dicha línea
supuesta por Kestenberg?. En tales planteos parece haber una oposición irreductible, sin embargo
las posiciones no son tan irreconciliables, ya que la adolescencia es un momento fuerte de la
evolución, y por eso se perciben en ella, con mayor claridad, pruebas a favor de ambos autores.
Vale decir que no es necesria la opción y podemos por tanto reafirmar lo expresado en obras
anteriores (1989 y 1992) en el sentido de que la evolución puede ser concebida como un proceso
continuo-discotinuo.
La identidad infantil es uno de los soportes de la futura identidad adulta, y la cultura, con sus
exigencias para atribuir roles, completa esta gestación contradictoria. Decimos contradictoria
pensando en la existencia del abierto rechazo de las identificaciones anteriores por parte del candidato
a la adultez. Los objetos de identificación rechazados, son, por supuesto, las figuras
parentales. Aquellas que, según vimos, el joven debe mantener lejos de sí para evitar la
angustia que le provocaría el enfrentamiento con una situación edípica en plena
reelaboración, y con pulsiones preedípicas aún no totalmente integradas en las
partes adultas de la estructura de su personalidad.
Cuando en el estudio psicológico de un adulto no neurótico volvemos a encontrar aquellas
imágenes, modificadas pero reales, tenemos derecho a suponer que durante e1 período de
crisis permanecieron preservadas en algún lugar. Para comprender esta circunstancia quizás
quepa usar la figura de un eclipse. Si aceptamos tal representación simbólica, podremos
decir que durante este eclipse la luz de las identificaciones viene de otros focos: a veces otros
adultos, pero muy especialmente otros jóvenes. Se completa así un proceso de progresiva
permeabilización del yo para las identificaciones extrafamiliares que ya había comenzado
en la infancia (escuela, juegos), y que permitirá la socialización adulta (progresivas
integración colectiva, diferenciación y libertad).
Quiero cerrar este ensayo con una frase de Fabbri (1979) porque considero que posee las cualidades
necesarias para coronar, con un profundo sentido de unidad, una exposición que no pudo evitar la
ambigüedad derivada del recurso a teorías no siempre coincidentes:
"Parecería como si en este periodo critico de la vida huma na cada uno se
convirtiera simbólicamente en una gran matriz para si mismo; y así como todos
comenzamos nuestra existencia engendrados por progenitores, en la época de la adoles cencia
hay que aprender, ayudados por otros, y por las estruc turas sociales, a engendrarse a si mismo para
saber quienes
somos y hacia dónde vamos".
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