el juego infantil
 
 

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* DESARROLLO DEL JUICIO Y DE LA CONDUCTA MORAL

 

Tal como lo hiciera en una obra anterior, referida a la infancia (Maffei, 1992), deseo comenzar este apartado intentando una delimitación del campo a explorar, y hacerlo, como en aquella ocasión, a partir de un memorable artículo de Walgrave (1965) en el cual el teólogo holandés definía la moral como "la norma -o conjunto de normas- a tenor de la cual la existencia en libertad cree deber conducirse". Esta libertad, precondición necesaria de la moral, "no es algo dado, sino algo que hay que conquistar" (ibid) a lo largo de las etapas de la vida. A partir de la concepción de una libertad evolutiva y de entender que la norma moral reside en el pensamiento, o para decirlo con mayor precisión, que dicha norma es un pensamiento -naturalmente sometido al proceso evolutivo-, puede aceptarse la existencia de una evolución filo y ontogenética de la moral. De esta reflexión antropológica me interesa destacar dos notas definitorias de la moral: ante todo la anotada historicidad, y en segundo término, su doble condición de juicio y de conducta-vivencia.

Hemos de reconocer que es relativamente fácil investigar lo que el adolescente dice sobre la moral -razón por la cual le dedicaremos prácticamente todo el espacio disponible en este apartado-, sin embargo resulta evidente que no es menos cierto que el centro de nuestro interés, tanto humanístico como psicológico debería dirigirse también hacia el otro aspecto -el más elusivo- del tema: aquello que el joven hace, y aquello que siente al hacerlo así como las razones que tiene para tales conductas y vivencias. Las dificultades que implica esta modalidad de investigación nos impedirán transitar el camino deseable, a pesar de su incalculable importancia antropológica.

Uno de los campos más ricos de la actividad intelectual del adolescente es el derivado de la construcción y mantenimiento de su juicio moral: puede afirmarse que la correlación desarrollo cognitivo/desarrollo del juicio moral es de las más estrechas que hallamos en el campo de la Psicología Evolutiva. No obstante convendrá dejar sentado que dicho juicio no depende exclusivamente de la actividad cognitiva. Teniendo en cuenta estas consideraciones trabajaremos la primera parte de nuestro tema.

Dinardi, Reboiras, Araujo y Gomez (1990) han sintetizado las dos líneas evolutivas (cognitiva y moral) siguiendo respetuosamente el pensamiento de Piaget. Este pensamiento resulta una de las vías más operativas para estudiar tan particular área del desarrollo. En este apartado nos vamos a ceñir casi exclusivamente a la citada obra de los autores argentinos, como homenaje a su seriedad metodológica y a su alcance teórico. Será útil de entrada transcribir el cuadro que se incluye en su trabajo, destinado a demostrar el paralelismo entre ambas líneas evolutivas:

En este importante trabajo, que para nuestro interés presenta la ventaja adicional de haber sido realizado en nuestro medio, los autores descartan ante todo el status omnipotente que Kohlberg atribuía al desarrollo cognitivo en relación con la evolución del juicio moral, e inmediatamente -a pesar de calificar a dicho pensador como "más piagetiano que Piaget" por su "cognitivismo a ultranza" - se apoyan en algunos de sus aportes, complementados con los de Rest, para concluir que, no obstante la gran importancia que se le debe atribuir a la "evolución intelectual en la construcción del juicio moral" es cada vez más evidente que los factores que cooperan en tal proceso son variados y relativamente numerosos. En última instancia, sostienen, un "desarrollo global más o menos armónico" es aquel en el cual "diferentes vertientes del sujeto se van apoyando unas en otras, se coordinan y permiten una evolución multidimensional" (ibid) . Por eso creen que "la emergencia de determinados comportamientos", entre los que incluyen los del área moral, "se hace posible por el entrecruzamiento de líneas madurativas".

Muchas de las aparentes incoherencias que se descubren en el desarrollo del juicio moral cuando en su construcción sólo se toma en cuenta el factor cognitivo, corresponderían a la incidencia de otros factores como los culturales, emocionales, etc.

 

Antes de seguir parece conveniente volver sobre el sentido que le estamos atribuyendo al juicio moral. A tal fin recurrimos nuevamente al trabajo de Finardi et al. (ibid), en el que se lo define como "la capacidad que todo sujeto tiene para establecer proposiciones ético-valorativas acerca de los hechos de la realidad que tienen que ver con las conductas propias o de sus semejantes". Fundamentando este criterio, y a la vez ampliándolo, dicen los mismos autores: "podría afirmarse que en todo sujeto hay una estructura normativa que es mediadora en la relación con la realidad. Sin embargo dicha estructura normativa o juicio moral no siempre puede llevarse a un nivel de conceptualización; muchas veces subyace de manera inconscientemente asumida, y las posibilidades de explicitarla conceptualmente suponen un esfuerzo intelectual". Por último brindan una aclaración que resulta imprescindible para manejarnos en un tema tan resbaladizo como éste, un tema que anda los caminos antropológicos, equidistantes de la psicología y la filosofía, y que afecta la naturaleza humana en su misma esencia. Me refiero a aquella parte del texto en la que expresan que no existe necesariamente una "coherencia entre conducta personal y juicio moral", y que "el juicio moral aparece como condición necesaria pero no suficiente para una evolución de la acción moral".

 

Ya en el nudo del interés especifico de este ensayo, Finardi, Reboiras, Araujo y Gomez (ibid) reconocen que durante la adolescencia se distinguen tres etapas en el desarrollo del juicio moral, que son presentadas sintéticamente de la siguiente manera:

 

1.- "Concepciones morales idealistas: desde el punto de vista inte lectual el sujeto accede al pensamiento formal. De la justicia igualitaria se comienza a ingresar a una justicia equitativa. Es la etapa del idealismo, a veces poco realista. Afectivamente se produce un aumento pulsional importante. Socialmente se hipertrofia el valor del grupo de pares. El sujeto construye su propio marco normativo, repensado desde un idealismo exagerado".

 

2.- "Conciencia moral autónoma integrada al consenso social: la justicia de la equidad alcanza su máxima expresión: se incorpora la consideración de los atenuantes en el acto de juzgar. Conciencia moral realista, producto de la síntesis de criterios universales y situaciones singulares. Adquiere importancia el consenso social: lo que la comunidad acepta como valores válidos es marco reconocido. La reciprocidad es una guía que regula la interacción con los otros".

 

3.- "Principios abstractos, universales, autoelegidos: Los principios son universales. El individuo aspira a ser un sujeto ético, adscribiéndose a los dictados de sus propios principios autónomamente construidos. Abstracta enunciación de los mismos con posibilidades de descenso a concretas situaciones juzgadas. Si los dictados de la ley, se oponen a los dictados de la conciencia, iluminada por dichos principios, se optará por la conciencia" (ibid).

 

En otro nivel de análisis puede decirse que el juicio moral de los jóvenes ha estado sometido, durante estas últimas décadas, a cambios importantes. A fin de ilustrar esta afirmación resultará realmente significativo comparar los criterios en boga hoy, o los que hallamos en la bibliografía de años recientes, con lo sostenido por Hollingworth a mediados de la década de los cincuenta, quien refiriéndose a obras anteriores informaba: "Anderson y Dvorak demuestran que los adolescentes de hoy (1928), alumnos de los colegios universitarios, son propicios a aceptar de mejor grado las normas morales basadas en la prudencia y la estética, que las fundamentadas en el bien y el mal o en la autoridad religiosa; mientras que sus abuelos se acogen a éstas en la resolución de las cuestiones de conducta que se les ha presentado en un cuestionario. Los padres ocupan un lugar intermedio entre los unos y los otros en esta elección de normas".

 

Hubo un largo período en el que los jóvenes, en la búsqueda de sí mismos, se erigían diversos ideales y modelos. Aunque hay señales de que tal actitud, salvo excepciones, está siendo dejada de lado en las últimas generaciones, vale la pena recordar cómo hasta hace relativamente poco tiempo eran constituidas en ídolos todas aquellas figuras que, bajo una apariencia de rebeldía, surgían y se mantenían en el mundo de los adultos. Cabe sospechar que a través de tales hallazgos los jóvenes caían en la trampa de una cultura que se aprovechaba de su inmensa necesidad de ser aceptados. Posiblemente ésta haya sido la explicación del notable consumo de biografías y novelas en la primera mitad del siglo XX, de cine desde la década de los cuarenta, y de televisión desde los cincuenta, así como la sucesiva o simultánea ascensión de actores, músicos y deportistas, que fueron cubriendo las paredes de los dormitorios de las distintas generaciones de adolescentes.

 

En el mismo sentido hemos de evocar la contundente definición de Blos (1981) para quien "la función social de la adolescencia es abrazar una ideología, impregnarla de la singularidad de una vida individual particular, y transformarla en manifestaciones sociales y caracterológicas del hombre moral". Lo cierto es que tal definición era mucho más aplicable en las décadas de los sesenta y setenta, en las cuales, más allá de excesos siempre cuestionables, y a veces trágicos, las figuras idealizadas eran las auténtica o fantasiosamente revolucionarias como el Che Guevara o Eva Perón. Hoy, cuando la resurrección de dichas figuras se concreta a través de versiones "light", y los ídolos son infractores más psicopáticos y menos comprometidos socialmente (Monzón, Maradona, Tinelli, etc.) cuesta mucho sostener aquellos conceptos sobre la función de una adolescencia, que salvo alentadoras excepciones, se muestra apresada por la publicidad y el consumismo característicos de la cultura de mercado.

 

Horrocks (1957) nos hizo comprender, por medio de sus cuidadosas observaciones, que la experiencia de un mundo en rápida expansión y la percepción de nuevas necesidades básicas, hacen que el adolescente se enfrente casi de continúo con "nuevos intereses y valores" , así como con "nuevos conceptos del yo". Sobre todo lo mas novedoso parece radicar en un cambio de los criterios que rigen la relación del joven con los demás: vínculos progresivamente difíciles -o mejor dicho, complejos-, tanto los dirigidos a los adultos como aquellos que tienen por destinatarios a sus pares.

 

Desde una óptica psicoanalítica se nos recuerda el papel preponderante que desempeñan en esta etapa de la vida el narcisismo -al cual ya nos hemos referido- y las diversas identificaciones posibles. Así mismo se impone el tema del ideal del yo, desde que el adolescente muestra singularmente una imperiosa necesidad de hallar una imagen satisfactoria de sí mismo.

 

Siguiendo los cuestionamientos que se plantea Blos (1981), podemos preguntarnos si el desarrollo del juicio moral en la adolescencia implica realmente la emergencia de nuevas estructuras, como las señaladas por Piaget en el desarrollo cognitivo, o si como prefieren otros autores, se trata tan sólo de un reordenamiento de estructuras preexistentes. Blos se inclina por la primera posibilidad, y compara esta etapa con la entrada en la latencia: en ambos casos la erección de las nuevas estructuras parecería responder a la superación de conflictos específicos. "Para ilustrar la hipótesis de que en la adolescencia aparecen cambios estructurales" , este autor se detiene en el estudio de las vicisitudes del ideal del yo durante la etapa. Sintéticamente concibe dicho ideal -en las postrimerías de la adolescencia- como "el heredero del complejo de Edipo negativo". La ontogenia del ideal del yo se

remonta a la primera infancia: para Blos sus raíces más profundas "se hunden en el narcisismo primario" (ibid).

 

Queda todavía otra posible forma de ver estos fenómenos. Las raíces infantiles del superyó, y especialmente las del ideal del yo, pueden considerarse como verdaderos precursores evolutivos de estas instancias, generados a partir de las respuestas a la acción del mundo externo. Debido a su origen poseen una natural tendencia a reexteriorizarse, en tanto se van relacionando con las diversas modalidades pulsionales y con la aptitudes yoicas surgidas a lo largo del proceso evolutivo.

 

Una de las tareas fundamentales que la teoría psicoanalítica atribuye a la adolescencia consiste en la "desinstintivación del vinculo objetal narcisista, es decir, homosexual, lo cual conduce a la formación del yo adulto. En este proceso, todas las tendencias hacia el ideal del yo acumuladas a lo largo del tiempo, desde el narcisismo primario hasta la omnipotencia simbiótica, y luego, desde las identificaciones narcisistas hasta la etapa del amor objetal heterosexual, se integran en el ideal del yo permanente, que se fusiona durante la etapa final de la adolescencia" (Blos, ibid). Desde entonces el ideal del yo adquiere las características que presentará en adelante.

 

El yo y el ideal del yo terminan por asumir funciones que eran exclusivas del superyó -término tomado aquí en un sentido restrictivo-. Estos cambios constituyen otra de las explicaciones posibles para la clásica rebeldía de esta edad. Laufer, quien para Marcelli y Braconnier (1986) "adopta una posición mucho menos desarrollista", cree que "el ideal del yo aparecería en el declive del conflicto edípico, al mismo tiempo que el superyó". El autor mencionado en primer término afirma que dicha instancia del psiquismo está orientada a lograr el restablecimiento del equilibrio narcisista. "La característica de la adolescencia es cuestionar las gratificaciones y los recursos narcisistas de la infancia, en particular todos aquellos que provienen de los padres y,o de las imágenes parentales. Para reencontrar el equilibrio narcisista temporalmente perdido en la adolescencia, el ideal del yo tendrá tres tareas: ayudar a modificar las relaciones internas con los objetos primarios, controlar la regresión del yo y favorecer la adaptación social" (ibid).

 

Esto último se logrará a través de la identificación con las expectativas que el mundo pone en el adolescente, sobre todo las provenientes del grupo de pares. Precisamente por atenerse a modelos no familiares se logra un cierto equilibrio, derivado, ante todo, de la posibilidad de eliminar los ideales edípicos.

 

Rodriguez Amenábar (1986) hace recaer el mayor peso de las prohibiciones superyoicas sobre la reactivación libidinal, la que puede desarrollarse con muy distintas consecuencias según interactúe con un medio cerradamente prohibitivo, o con uno exageradamente permisivo. "En el primer caso se va creando un fantasma de culpa detrás de cada vivencia emotiva de la sexualidad natural. En el segundo se desencadena y fomenta el sentimiento de descontrol". Por cierto que esta segunda modalidad implica una falta de límites, y la consiguiente ansiedad, de la que el joven se puede defender reforzando sus mecanismos represivos y,o sufriendo mayores sentimientos de culpa.

 

Querría cerrar este apartado transcribiendo una de las conclusiones a las que llegan Finardi, Reboiras, Araujo y Gomez (1990) porque coincide plenamente con la bibliografía más seria y con mi experiencia clínica de más de cuarenta años de ejercicio profesional. Dicen estos autores que "en la evolución del juicio moral no sólo la dimensión intelectual, sino también la afectiva y la sociocultural, juegan un importante papel". Lo que expresado de otra forma significa que el desarrollo del juicio moral y de las conductas y vivencias morales del adolescente están condicionados por los cambios intrapsíquicos que señalan la configuración definitiva del ideal del yo, por la experiencia que realizó durante la infancia al lado de las figuras parentales, por la necesidad de independencia, por la influencia creciente de los grupos de pares y por la inestabilidad emocional, entre tantos otros factores. De manera que bien puede afirmarse que tanto las conductas como las vivencias

Morales son, básicamente, el resultado del funcionamiento y desarrollo armó nicos de toda la personalidad.

 

Por fin conviene aclarar que dada la índole estrictamente psicológica de este ensayo he excluido conscientemente cualquier alusión al papel -para mí indudable- que le cabe a la gracia de Dios en toda esta secuencia de vicisitudes.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

* LA EXPERIENCIA RELIGIOSA *

 

Hace años sostuve (Maffei, 1981) que la adolescencia puede considerarse como una etapa de crisis en la fe. Efectivamente en dicho período suelen tambalear muchas de las certezas anteriores, de forma tal que no es extraño comprobar que muchos niños creyentes sientan empalidecer su fe e incluso la pierdan al llegar a esta edad, mientras algunos ateos e indiferentes muestren una tendencia a la conversión. Vergote (1969) ha visto una disminución de la religiosidad recién entre los dieciséis y los diecinueve años, mientras en los jóvenes algo menores señaló la existencia de algunos rasgos de conducta religiosa que bastarían para calificar de integrista a cualquier adulto. La encuesta del CEOP (1992) nos ha informado que el 85,0% de los entrevistados afirmó su creencia en Dios, aunque sólo el 36,0% reconoció practicar alguna religión. Creo de verdadero interés transcribir el análisis e interpretación realizados por los responsables de evaluar los datos obtenidos en dicho estudio : "De entre los que manifiestan creer en Dios se destacan los de trece y catorce años (92,3% sobre una media del 85%, y los de nivel económico-social medio y bajo, sin distinciones notorias entre hombres y mujeres. Consecuentemente los que se muestran escépticos son muchos de los que pertenecen a la clase social más alta (23,1% sobre una media de

14,2%) ".

 

Complementando estas cifras, y siempre aprovechando la misma fuente, digamos que al interrogar a los jóvenes que afirmaron creer en Dios y practicar alguna religión, curiosamente se destacaron también "los de nivel económico-social alto (55,4% por sobre la media del 30,0%)" . El resto de los encuestados, es decir quienes creen en Dios pero no practican religión alguna "está compuesto en especial por aquellos que trabajan (75,2%), los que no trabajan ni estudian (78,2%) y los de clase más baja (68, 1%) ".

Hollingworth (1955) vinculó estrechamente la experiencia religiosa de los adolescentes con su respectivo desarrollo cognitivo, a la vez que intentaba alejarla del desarrollo sexual y negaba la existencia de un supuesto instinto religioso presuntivamente surgido a esta edad. En apoyo de tales convicciones, argumentaba que la religiosidad puede ser más evidente entonces "porque la inteligencia se desarrolla durante este periodo hasta un punto en el que los conceptos abstractos comienzan a ser importantes", yo agregaría que entonces tales conceptos pasan a ser más comprensibles.

 

Rodriguez Amenábar (1986) advierte que si el intentar una explicación de la religiosidad, exclusivamente desde el punto de vista psicológico es indudablemente un reduccionismo, el quedarse -dentro de la interpretación psicologista- sólo con los factores inconscientes, sin "acudir a otros niveles de la personalidad" constituye un infrareduccionismo, menos tolerable que el anterior. Parafraseando su lúcida crítica convengamos que ya situados en el marco de la búsqueda de explicaciones sólo inconscientes, puede llegarse a una mucho mayor rigidez reduccionista. Sería esto lo que sucede cuando por ejemplo se toma en cuenta el mecanismo de proyección, pero procediendo como si con él se terminaran todas las posibilidades de comprensión de la

cuestión. Un paso más en el camino descendente del reduccionismo sería el de quien, dentro del planteo de la proyección -innegable mecanismo partícipe de la experiencia religiosa- se limitara a los contenidos preedípicos, ignorando todo lo aportado por el proceso evolutivo en etapas ulteriores. Lo dicho hasta aquí no significa de ninguna manera que todos estos factores deban ser excluidos del estudio del tema. En este apartado seguiremos una línea de pensamiento paralela a la del recién citado Rodriguez Amenábar, quien dedica toda la segunda parte de su obra al análisis de dichos factores.

 

Ante todo dejaremos en claro que, como sostenía Hollingworth (1955) y nosotros recién sostuvimos, la religiosidad no deriva exclusivamente de las pulsiones sexuales, si bien habrá que reconocer que con suma frecuencia ambas experiencias psicológicas interactúan y en ciertos momentos hasta entran en conflicto, sobre todo si durante su formación previa los jóvenes debieron enfrentarse con pautas moralizadoras demasiado rígidas u orientadas sólo por criterios prohibitivos.

 

Ya a esta altura podemos adelantar una conclusión en el sentido de que en este particular -como por otra parte sucede con todos los fenómenos psíquicos- es absolutamente inadecuado recurrir a una explicación causal única. Rodriguez Amenábar (ibid) enuncia un mínimo de cuatro factores intervinientes en la gestación de la experiencia religiosa:

 

 

a) proyección,

b) aportes del medio,

c) "intención, que proveniente de instancias conscientes-preconscien tes le

da a la conducta un sentido finalista", y

d) imágenes o fantasías.

 

Con respecto a dichas imágenes, dice Rodriguez Amenábar (ibid) : "el devenir de la conducta es inseparable de las imágenes inconscientes contenidas en ella, a través de las cuales el sujeto vive el significado psicológicamente último de sus comportamientos. Siempre hay una imagen rectora. Lo cual no significa que la misma pueda ser interpretada como una representación lineal, ni como la reproducción estática de un hecho del pasado. Por el contrario, el mundo de las imágenes está dotado de una enorme riqueza psíquica que corre pareja con el empuje que las mueve".

 

Retornando al ámbito de la interrelación entre experiencia religiosa y desarrollo cognitivo, descubriremos en el adolescente una nueva zona de conflicto, condicionada por el ocasional choque entre su necesidad de alguna explicación del mundo -que necesariamente le deberá resultar lógica-, y algunas concepciones simplistas e irreales que tradicionalmente se han mezclado con la enseñanza religiosa, por lo menos en ciertos grupos católicos. No obstante, y de manera llamativamente contradictoria, es frecuente que la necesidad de intelectualizar encuentre en la religiosidad el espacio adecuado para desarrollarse conjuntamente con el ascetismo, esos dos mecanismos de defensa que, según vimos, son tan habituales en esta etapa evolutiva, durante la cual se presentan generalmente asociados. Por eso no es raro que a la misma edad en que muchos pierden la fe, algunos acusen un resurgimiento y hasta el ocasional nacimiento de experiencias místicas.

 

Intimamente ligados a la religiosidad del adolescente se hallan dos complejos psíquicos que analizamos en el apartado anterior: el juicio y las vivencias morales. Hay que recordar que, sobre todo en el campo vivencial, el joven se ve conducido a una situación de creciente tensión entre sus nuevos deseos y las viejas exigencias superyoicas. Si la educación y los modelos de identificación fueron especialmente prohibitivos -como también quedó dicho-, la experiencia religiosa resultará muy posiblemente conflictiva y desembocará, según sea la instancia victoriosa, en una religiosidad neurótica o en la pérdida de la fe. En cambio si los modelos de identificación se fundaron en el refuerzo de los ideales del yo, y la educación se apoyó en intencionalidades y sentimientos evolutivos, la experiencia religiosa puede resultar absolutamente no conflictiva, contribuyendo sólidamente a la construcción definitiva de una personalidad sana, a pesar, o tal vez gracias al enfrentamiento del deseo con el deber ser.

 

En última instancia el desarrollo armónico depende de la posibilidad de mantener separados los sentimientos de culpa correspondientes a las pulsiones inconscientes, y la noción consciente de pecado. Dicho en otras palabras, la clave de un crecimiento saludable reside en la capacidad para diferenciar los sentimientos de culpa sanos de los neuróticos.

 

La posibilidad de generar tales sentimientos durante la adolescencia está incrementada por la natural rebeldía frente a las normas provenientes del mundo de los adultos y por el aumento de la intensidad de las pulsiones tanto sexuales como agresivas. Pero en forma relativamente compensatoria, las culpas se verán atenuadas tanto por la tendencia a la actuación -con sus características de indudable involuntariedad- como por el mecanismo de escisión del yo del que ya hablamos.

 

De cualquier manera es bueno aclarar que con frecuencia resulta posible el desarrollo saludable de aquellos sentimientos de culpa. Para sospechar que se trata de esta variedad, la culpa debe estar necesariamente asociada al deseo de reparación. Rodriguez Amenábar (1986) ha definido esta modalidad como aquel sentimiento que "por encima de los afectos desbordantes y de las variadas motivaciones inconscientes, aparece como impregnado de una verdadera conciencia de esperanza trascendente. No se trata de una esperanza casi fatalista -valga la paradoja-, sino basada en el reconocimiento-certeza de un Ser Trascendente que está en connivencia conmigo (no con la falta cometida), en cuya virtud la persona se siente respaldada por la eficacia de una reconciliación amorosa". Tales sentimientos de culpa saludables se distinguen, además, por la menor incidencia del descenso de la autoestima, y por la ausencia de las interminables cadenas de autorreproches y de autocastigos, típicas de la que venimos llamando culpa neurótica.

 

Para que los sentimientos de culpa saludables puedan desarrollarse y ocupar el lugar privilegiado que exige el crecimiento normal, la experiencia religiosa tiene que haberse asentado en una educación previa que no la haya convertido en un anestésico de la sana y deseable emergencia de una sexualidad vivida como posible y apetecida. Una formación que no contraponga naturaleza y religión como sostiene muy acertadamente Rodriguez Amenábar (ibid).

 

Tanto la involuntariedad de ciertos actos, cuanto la culpa, son posibles causas de heridas narcisistas que exigen la correspondiente reparación. Para el adolescente, necesitado de una figura sustitutiva de las parentales perdidas, una adecuada relación con Dios puede ser reparadoramente continente, siempre que a lo largo del desarrollo anterior haya podido integrar en sí mismo una imagen no persecutoria de Aquel.

 

En síntesis, la etapa de la adolescencia, a pesar de constituir una importante estación en el camino hacia una religiosidad adulta saludable, no reviste un valor definitorio de lo que pasará luego. Vale decir que si bien es un período vital que debe ser muy tenido en cuenta por los formadores (padres, educadores, agentes de pastoral), no puede ser considerada como un condicionante ineludible del pronóstico, dado que se trata de un tiempo en el que lo predominante es la inestabilidad y lo reactivo frente al medio y frente a la experiencia pasada. Dicho en otros términos, ni la religiosidad ni el ateísmo de un adolescente indican con certeza la orientación que tendrá el sujeto cuando llegue a la adultez, aunque el conocimiento de sus vicisitudes pueda contribuir a que se infieran algunas de las características que podrá ostentar luego.

 

De la misma manera que en el apartado sobre Juicio y Vivencia Moral, creo oportuno aclarar que debido a la orientación de este ensayo, que no excede los márgenes estrechos de las ciencias positivas, he dejado fuera del texto la fe en cuanto tal, así como la otra vez indudable -para mí- participación de Dios en el proceso, intervención capaz de modificar sustancialmente cualquiera de las variables que hemos analizado.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

* LA BUSQUEDA DE IDENTIDAD *

 

Si imaginamos la convergencia de los distintos aspectos del desarrollo que hemos estudiado como una figura geométrica, será necesario ubicar un eje principal capaz de darle coherencia a todo el proceso adolescente. Tengo la convicción de que dicho eje es el que pasa por todas las conductas y vivencias reveladoras de una permanente tensión en la marcha hacia el logro de la identidad.

 

Ante todo pueden detectarse intentos en este sentido en ciertas inconductas, es decir, en ciertos comportamientos que incomodan a los adultos.

 

Intentemos aclarar algo más este particular, para lo cual volveremos sobre un aspecto ontológico de la adolescencia que ya quedó señalado en otra parte del texto. Si la crisis de identidad pasa por una definición fundada en el no ser -ni niño, ni adulto-, y concebimos que la de no ser es una vivencia demasiado próxima a la de la nada, convendremos en que con toda lógica semejante vivencia se convierte en una importante causa de angustia existencial. A partir de esta experiencia el joven se verá impelido, por su misma necesidad de equilibrio, a exagerar algunos de sus rasgos. Y por esta vía intentará, coextensivamente, lograr que se le pongan, desde el exterior, los límites que él no halla en sí mismo. La carencia de límites, y la impotencia para autocontenerse, son nuevas cargas que refuerzan la angustia. En la práctica este proceso se manifiesta como un joven que no se asea, que no cumple con los horarios y otras normas hogareñas de convivencia (sueño, comidas familiares), que oye música a un volumen poco saludable, que presenta una cabellera y adornos de un estilo poco tolerable para los adultos, etc. Y todo ello en una caleidoscópica sucesión, que hasta puede impresionar como simultaneidad de desafíos.

 

Un camino bastante más saludable y operativo que el anterior en función de lograr la tan ansiada identidad, es el correspondiente al continuo ensayo de los diversos roles posibles, que el adolescente realiza dentro del grupo de pares.

Tanto la búsqueda de identidad, como la restante fenomenología que hemos estudiado (cambios físicos, emergencia de la genitalidad, reactivación edípica, duelos, idealizaciones y desidealizaciones, etc.) pueden crear la falsa sensación de que el crecimeinto está suspendido. Nada más falso, ya que por el contrario, se trata de uno de los períodos de mayores y más acelerados cambios. Podemos definir -en realidad ya lo hemos hecho en apartados anteriores- la adolescencia como una crisis evolutiva. Y sabemos que una crisis evolutiva es un período de cambios extensos y rápidos que no quiebra las líneas fundamentales del desarrollo, sino que cuando es analizada

cuidadosamente demuestra su continuidad tanto con lo precedente como con lo que sucederá después.

 

Lo dicho en el párrafo anterior podría expresarse también de la siguiente manera: la identidad en gestación no es ajena a la identidad infantil con la que el joven contó hasta aquí. Ciertamente que esta manera de ver el proceso no implica que creamos estar en presencia de una repetición de hechos psíquicos de las etapas anteriores, por el contrario convendrá hablar de reelaboración de elementos preexistentes. Ya en otras publicaciones (Maffei, 1989 y 1992) he caracterizado a la evolución como un proceso que podía ser representado gráficamente por una espiral ascendente, que en cada vuelta parece pasar por el mismo punto. Para que la analogía resulte más realista hemos de suponer que dicha espiral no pasa simplemente por esos puntos aparentemente similares, sino que cada ciclo se apoya en las vueltas anteriores para ascender a un nivel de integración superior. Aunque ya quedó aclarado antes, no está de más reiterar que aquí uso el término superior como aparece en el lenguaje del evolucionismo teilhardiano, es decir como un nivel de mayor complejidad estructural y diferenciación funcional.

 

Digámoslo otra vez: en el adolescente la identidad está en crisis, pero de ninguna manera abolida. Por ello el joven se reconoce en las fotos y anécdotas de su infancia, y disfruta al hacerlo. ¿Significa que estoy optando por una de las dos líneas interpretativas en pugna: la continuidad de la identidad infantil sostenida por Erikson, o la ruptura de dicha línea supuesta por Kestenberg?. En tales planteos parece haber una oposición irreductible, sin embargo las posiciones no son tan irreconciliables, ya que la adolescencia es un momento fuerte de la evolución, y por eso se perciben en ella, con mayor claridad, pruebas a favor de ambos autores. Vale decir que no es necesria la opción y podemos por tanto reafirmar lo expresado en obras anteriores (1989 y 1992) en el sentido de que la evolución puede ser concebida como un proceso continuo-discotinuo.

 

La identidad infantil es uno de los soportes de la futura identidad adulta, y la cultura, con sus exigencias para atribuir roles, completa esta gestación contradictoria. Decimos contradictoria pensando en la existencia del abierto rechazo de las identificaciones anteriores por parte del candidato a la adultez. Los objetos de identificación rechazados, son, por supuesto, las figuras parentales. Aquellas que, según vimos, el joven debe mantener lejos de sí para evitar la angustia que le provocaría el enfrentamiento con una situación edípica en plena reelaboración, y con pulsiones preedípicas aún no totalmente integradas en las partes adultas de la estructura de su personalidad.

 

Cuando en el estudio psicológico de un adulto no neurótico volvemos a encontrar aquellas imágenes, modificadas pero reales, tenemos derecho a suponer que durante e1 período de crisis permanecieron preservadas en algún lugar. Para comprender esta circunstancia quizás quepa usar la figura de un eclipse. Si aceptamos tal representación simbólica, podremos decir que durante este eclipse la luz de las identificaciones viene de otros focos: a veces otros adultos, pero muy especialmente otros jóvenes. Se completa así un proceso de progresiva permeabilización del yo para las identificaciones extrafamiliares que ya había comenzado en la infancia (escuela, juegos), y que permitirá la socialización adulta (progresivas integración colectiva, diferenciación y libertad).

 

Quiero cerrar este ensayo con una frase de Fabbri (1979) porque considero que posee las cualidades necesarias para coronar, con un profundo sentido de unidad, una exposición que no pudo evitar la ambigüedad derivada del recurso a teorías no siempre coincidentes:

 

"Parecería como si en este periodo critico de la vida huma na cada uno se convirtiera simbólicamente en una gran matriz para si mismo; y así como todos comenzamos nuestra existencia engendrados por progenitores, en la época de la adoles cencia hay que aprender, ayudados por otros, y por las estruc turas sociales, a engendrarse a si mismo para saber quienes

somos y hacia dónde vamos".