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CONSECUENCIAS DEL DESARROLLO PSICOMOTOR:
LA CRISIS DEL SEGUNDO AÑO DE VIDA
Cada uno de los momentos del desarrollo descritos en los apartados anteriores provoca la
alegre sorpresa de los adultos y cuenta con su manifiesta complacencia. Esta expectativa positiva, y muy
especialmente la de los padres, motoriza los progresos del niño. Es bien sabido que no existe
motivación más fuerte que ésta para el crecimiento y el desarrollo
psíquicos.
De cualquier manera, la exploración autónoma que inicia el pequeño
desde que alcanza el dominio locomotor, lo lleva a realizar una serie de acciones que pueden resultar
peligrosas para sí mismo o para la integridad de los objetos que manipula ("los terribles
dos años"). Esto lo conduce a duros enfrentamientos con el medio (especialmente con los
progenitores), en ellos ve aparecer, sorprendentemente para él, los "No" de gesto duro,
tan difíciles de entender para quien todavía no puede discernir la diferencia entre esta
actividad que termina por ser reprimida, y la anterior que era estimulada con entusiasmo. Tal la
génesis de lo que se ha denominado "crisis de negativismo" del segundo y tercer
años de vida.
Esta crisis se debe a que el infante se siente confundido y agredido por los
adultos que le exigen un cambio conductual que él no entiende y que además se opone
a su natural búsqueda del goce producido por la exploración del medio. Ante el
presunto ataque se producen dos reacciones naturales: por un lado la identificación con el
agresor, que ya hemos descripto, a raíz de la cual el pequeño se manifiesta
oposicionista, y dice que no a todo lo que se le ofrece; y por otra parte un descenso del umbral
de tolerancia a la frustración, que lo lleva a responder con manifestaciones de ira
correspondientes a etapas anteriores (regresión). En este último sentido aclaremos
que el niño, que como veremos en el capítulo siguiente, a esta edad ya es capaz de
dirigir y personalizar su agresividad, reacciona ahora con la clásica "pataleta":
echarse de espaldas, gritar y golpear con los pies en el suelo, todo lo cual configura la
demostración de ira que era típica del segundo semestre de vida. |
Conviene aclarar que hay otros factores intervienientes en esta crisis del segundo
año. Como vimos al estudiar las ideas de Mahler, el primer período de
exploración del mundo embriaga al niño con sus propias capacidades, pero
más adelante debe aprender -a veces por medio de duros golpes- sus limitaciones exploratorias y
operativas para ciertas tareas. La sensación de impotencia debida a la situación de
extrema dependencia produce naturalmente ira y descenso del umbral de tolerancia a la
frustración, aún sin que intervengan las "insólitas" prohibiciones de los adultos.
Por otra parte, estas últimas no son vividas simplemente como contradictorias, sino como
específicamente intrusivas en el espacio de una individuación incipiente que se manifiesta
principalmente a través de la autonomía exploratoria, la que -a su vez- se convierte en un
área muy sensible y temida del conflicto ambivalente descripto por Fromm. Por este motivo las
conductas de obstinación no obedecen sólo al mecanismo de identificación con el
agresor, sino también al intento de demostrar la propia suficiencia en diversas situaciones (por
ejemplo atarse los cordones del calzado), que obligan a los padres a armarse de paciencia hasta que el
niño las logre dominar por sí mismo o descubra y acepte que debe solicitar ayuda.
Además, éste es el período en que comienza el entrenamiento del
control esfinteriano, campo en el que se desarrollan otros conflictos con las figuras de autoridad
derivados de la puja entre las presiones del medio y el deseo del niño. En este nivel de
análisis (que excede el marco de la regulacion pulsional propio de la etapa anal freudiana), el
conflicto que gira en torno al control esfinteriano responde a una sobredeterminación
simbólica y, por su valor representativo y circunscripto, se presta a ser la expresión de
toda la situación contradictoria y ambivalente descripta. Estamos hablando del conflicto entre
autonomía y dependencia; entre normas que son necesarias para encauzar el desarrollo y otras que
lo dificultan; entre autoridad, autoritarismo y libre albedrío; y en última instancia el
conflicto entre la tendencia a la autoafirmación y las condiciones que la favorecen, la encauzan,
la impiden o la inhiben.
Las fuerzas de autoafirmación y de individuación que expresan la tendencia
evolutiva hacia la personalización, pueden ser concebidas metafóricamente como el cauce de
un río cuyas márgenes son las condiciones de posibilidad de expresión que permiten
las circunstancias sociales (en este sentido la familia es el primer microentorno social). De no existir
tales márgenes, el río se transformaría en un bañado sin dinámica y
sin dirección, en el cual nada podría vivir. Por el contrario, si aquellas márgenes
estuvieran muy próximas, tal tendencia podría verse inhibida y, en caso extremo,
expresarse la inversa, que lleva hacia la renuncia a una individuación vivida como imposible o
dolorosa.
En el caso favorable, cuando las normas familiares y sociales tienden a encauzar y guiar
esta tendencia hacia su consecución, el río de nuestra metáfora adquiere una
dirección precisa. En el nivel del desarrollo infantil que nos ocupa, semejante situación
estaría dada por padres que respetan y pueden tolerar sin ansiedad el deseo de autonomía
del niño, que facilitan su realización, que comprenden las ambivalencias y las regresiones
propias del proceso en curso, y que al mismo tiempo buscan encauzarlo en el sentido de favorecer el
fortalecimiento del Yo, en vistas de una consecución realista de sus metas (lo cual implica no
sólo el ejercicio activo de sus funciones sino también la capacidad para tolerar
situaciones de adversidad, frustración de deseos, o impotencia circunstancial).
Lo que venimos afirmando no significa que el oposicionismo del niño implique, por
sí mismo, libertad, puesto que como afirma Mahler, puede estar expresando una formación
reactiva a una gran necesidad de dependencia simbiótica.
Estamos analizando un conjunto de situaciones enteramente normales, observables durante
la crisis del segundo año de vida. Situaciones que no deben inducir a intervenciones
médicas "diagnósticas", y mucho menos terapéuticas -que en este caso
resultarían altamente iatrogénicas-, sino que sugieren un simple asesoramiento a los
padres sobre qué es lo que está sucediendo y cuál es la posición más
operativa que ellos pueden adoptar.
Por todo lo dicho, resulta claro que la crisis del segundo año de vida encarna de
manera especial el conflicto en torno a las condiciones y las posibilidades de la libertad positiva, que
Fromm ha señalado como el desafío específicamente humano. Por eso la podemos
definir como una importante crisis evolutiva, cuya resolución adecuada -en la dirección
antes señalada-, favorecerá necesariamente el desarrollo ulterior.
En otro orden de ideas, una consecuencia importante del desarrollo psicomotor, insinuado
al hablar del progreso cefalocaudal del control muscular, es la que corresponde a su influencia sobre el
desarrollo cognitivo. En efecto, los logros en la esfera del dominio de la realidad a través del
pensamiento operacional, están precedidos por la capacidad de operar sobre aquella realidad por
medios motrices. Las pautas de espacio, tiempo, la noción de permanencia visual, etc., logradas
mediante el progreso psicomotor constituyen precursores evolutivos de similares capacidades cognitivas.
Por ejemplo, el niño será capaz de explorar en forma motriz un determinado lugar mucho
antes de poder formarse una imagen mental de éste, pero en el logro de dicha imagen
cumplirá un papel fundamental la internalización de aquellas pautas motoras primigenias, y
su posterior complejificación
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